Por mundanalidad y un testimonio inadecuado. La falta de coherencia entre el mensaje que predicamos y la vida que vivimos nos obliga en ocasiones a callarnos. Y hoy más que nunca la gente busca coherencia y autenticidad personal. Necesariamente el cristiano debe parecerse a aquello de lo cual está hablando, porque en muchas ocasiones, antes de escuchar lo que decimos, las personas ven cómo vivimos. En este sentido, seguramente una de las razones por las cuales la iglesia de Dios tiene actualmente tan poca influencia en el mundo es por la gran influencia que el mundo ejerce sobre ella. En muchos casos la sal se ha desvanecido y la luz ha sido ocultada debajo de otras cosas.
Por falta de convicción personal. Evidentemente, el predicador que duda, no convence a nadie. Es necesaria la fe en la Palabra de Dios. Pablo estaba plenamente convencido del poder que tiene el evangelio para salvar a cualquier persona que llega a creer (Ro 1:16). Pero para alcanzar este tipo de convicción, primero es necesario que la Palabra quede grabada en aquellos que la predican.
Por temor a la gente y a un posible rechazo.
Por la indiferencia y el menosprecio con que la gente trata los asuntos espirituales. Cuando hablamos con ellos, muchas veces nos da la impresión de que están como anestesiados, mantienen sus constantes vitales, pero parecen incapaces de mostrar ni interés, ni tampoco oponerse. Ante una situación así nos sentimos desanimados para comenzar una conversación.
Por un espíritu derrotista. Muchos piensan que la gente no les va a escuchar y que por lo tanto es inútil evangelizar. Por supuesto, a esto hay que añadir la falta de confianza en el poder de la Palabra y en el obra del Espíritu Santo.
Por estar involucrados en otras actividades, por ejemplo en la obra social, que en la actualidad goza de mayor prestigio que la evangelización. No olvidemos que en muchas ocasiones este tipo de labor, si bien muy buena y necesaria, no siempre incluye una predicación clara del evangelio.
Por falta de perseverancia. Muchos cristianos tienen un buen comienzo, pero las dificultades terminan por frenarles. Y es imposible ver fruto sin perseverancia.
Por comodidad y egoísmo. Tal vez nos encontramos cómodos en la iglesia dentro de nuestro círculo de amigos y no queremos que otros vengan a incomodarnos con sus problemas y necesidades. La iglesia es vista por estas personas más o menos como un club que funciona en beneficio de sus "socios" cuando la realidad debe ser mayormente la contraria.
Por divisiones en el seno de la iglesia. Es probable que no haya nada tan perjudicial para la causa de Cristo como una iglesia que está despedazada por celos, rivalidades, calumnias y malicia. Una iglesia así necesita con urgencia ser radicalmente renovada en amor antes de poder llevar el evangelio a los perdidos. Los incrédulos ven esta desunión y es una piedra de tropiezo para que lleguen a creer. El diablo sabe bien que si logra destruir nuestra unidad, neutralizará nuestro testimonio.
Por la hostilidad del mundo. Y con esto no sólo nos referimos a la persecución física que los cristianos sufren en muchos países en la actualidad, sino también a la oposición que las sociedades democráticas presentan contra todo concepto de evangelización. En nombre de la "tolerancia" se considera una agresión que una persona intente convertir a otra al cristianismo. Según ellos, esto supone un atropello a las libertades individuales y una forma inaceptable de arrogancia. Ellos parten de la base de que ninguna religión puede pretender tener el monopolio de la verdad, y que cada uno debe tener su propia forma de llegar a Dios, sin que nadie deba inmiscuirse en la vida privada de otros, o intentar imponerle sus puntos de vista. Este espíritu de falsa tolerancia, camina junto a la idea de que en asuntos morales no hay verdades absolutas, sino que todo es relativo. Nadie puede decir a otro lo que está bien o lo que está mal, y si alguien lo intenta, rápidamente será ridiculizado y tratado como arrogante e intolerante. Por lo tanto, en medio de este ambiente, hacer un llamamiento a las personas para que se arrepientan de sus pecados, será considerado como algo muy ofensivo, y si además les anunciamos el evangelio de Jesucristo como el único medio para su salvación eterna, nos tacharán de fanáticos e intransigentes.
En primer lugar debemos considerar la segunda parte del versículo que estamos estudiando: "el que no creyere será condenado" (Mr 16:16). Esto coincide con otros muchos pasajes bíblicos donde se expone que la única condición para la salvación es la fe en Cristo, y que por lo tanto, la condenación viene únicamente por no creer.
Cuando Pedro predicó el evangelio en la casa de Cornelio, los gentiles que escuchaban creyeron la Palabra y fueron salvos, recibiendo el Espíritu Santo, y después de esto fueron bautizados (Hch 10:44-48). Es importante notar que ya habían sido salvados en el momento cuando se bautizaron.
Al mismo ladrón de la cruz el Señor le garantizó la salvación por su fe, y evidentemente no tuvo ocasión de bautizarse (Lc 23:43).
El apóstol Pablo mostraba mucho interés por predicar el evangelio, sin embargo no hacía lo mismo en cuanto al bautismo, algo que sería incompresible si el bautismo fuera imprescindible para la salvación: "Doy gracias a Dios de que a ninguno de vosotros he bautizado, sino a Crispo y a Gayo... pues no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el evangelio" (1 Co 1:14,17).
Además, no debemos olvidar que la salvación es sólo por la fe, sin las obras (Ro 3:28). Y en el caso de que el bautismo fuera necesario para la salvación, sería una obra humana que habría que añadir a la fe.
El bautismo cristiano es enseñado en la Escritura como un símbolo de lo que ocurre en la conversión. Pablo lo explica en (Ro 6:3-4) (Col 2:12). Según este simbolismo, cuando la persona es sumergida en el agua, está expresando su identificación con la muerte de Cristo, y de la misma manera, al salir del agua, simboliza su identificación con la resurrección de Cristo y la nueva vida que ahora tiene en él. Pero enfatizamos que se trata únicamente de un símbolo, no de la realidad misma.
A esto hay que añadir que el bautismo es una forma pública y visible de dar testimonio de nuestra fe en Cristo. Esto resultaba especialmente claro en el caso de aquellos judíos que se convirtieron y bautizaron a raíz de la predicación de Pedro en Pentecostés. Unas semanas antes ellos habían pedido la crucifixión de Jesús, acusándole de ser un falso mesías, pero después de su conversión era imprescindible que de la misma manera pública manifestaran que habían cometido una terrible equivocación y que reconocían su pecado.
Por un lado, vemos a lo largo de toda la Escritura que los milagros no han sido usados por Dios en todas la épocas. Sólo es necesario echar un vistazo al Antiguo Testamento para comprobar que sólo algunos profetas hicieron señales prodigiosas y que estos se concentraron en épocas concretas. Por lo tanto, tampoco sería de extrañar si Dios no usara siempre la misma estrategia para acompañar la predicación del evangelio. Además, debemos pensar que cuando el milagro llega a ser cotidiano, deja de ser milagro y empieza a ser algo normal que ya no llama la atención.
Por otro lado, tampoco debemos pasar por alto el contexto en el que esto fue dicho por el Señor. Recordemos que en aquel momento la vida, muerte y resurrección de Jesús no eran conocidas en el mundo y tampoco se había terminado de formar el Nuevo Testamento. En esas circunstancias transitorias, fue necesario acreditar a los mensajeros por medio de señales milagrosas. Pero creemos que una vez que estas circunstancias cambiaron, lo importante y lo normal es la predicación de la Palabra. En cuanto a esto, muchos de nosotros podemos decir que hemos llegado al conocimiento del Señor sin necesidad de haber visto ningún milagro concreto, sino únicamente por haber escuchado la Palabra de Dios.
Pero habiendo dicho todo esto, también es cierto que ninguno de nosotros tenemos la libertad de poner límites a Dios con nuestras interpretaciones. Esto nos lleva a pensar que tan malo es el escepticismo de aquellos que niegan que Dios hace milagros en nuestros días, como la presunción de aquellos que los demandan constantemente.