Identidad. Uno pertenece a la tierra donde ha nacido. Uno es alemán o chino o ruso, según sus raíces, su parentesco, su nacionalidad. Así el cristiano. En este mundo somos extranjeros y peregrinos (1 P 2:11), advenedizos y forasteros, auténticos extraterrestres por haber nacido espiritualmente en el Sion celestial (Sal 87:6). Pablo insta a los filipenses a recordar que aquí no son más que viajeros. Su identidad real es otra.
Atención. El consulado de un país atiende a sus ciudadanos en el extranjero. Tramita sus documentos, les asesora en temas (impuestos, vacunas, testamentos). Les evacúa en tiempo de guerra. A veces el personal del consulado tiene que visitar a sus paisanos en la cárcel o dar socorro cuando hay un desastre natural. La idea es que si somos ciudadanos del cielo, pues del cielo vendrá nuestra ayuda mientras seguimos de visita en la tierra. Jesucristo reina a la diestra del Padre y suministra una ayuda mucho mejor que un funcionario de embajada.
Deseo. El forastero siente añoranza por su gente. Los recuerda en fechas señaladas, ahorra para pagar un billete de avión para visitarles en Navidades. De la misma manera, el cristiano tiene un deseo de ver a Jesús cara a cara (1 Co 13:12), después de toda una vida amándole sin verle físicamente (1 P 1:8). También anhela reunirse con sus seres queridos que han fallecido en la fe de Cristo, sabiendo que así estaremos siempre juntos y con el Señor (1 Ts 4:17).