Estudio bíblico: Eclesiastés - Introducción - Introducción

Serie:   Eclesiastés   

Autor: Ernestro Trenchard
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Reino Unido
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Eclesiastés - Introducción

Eclesiastés en el canon del Antiguo Testamento

Se hallaba entre los "rollos". Cuando el Señor resucitado hizo referencia a "la Ley de Moisés, los Profetas y los Salmos" (Lc 24:44) resumió el contenido del Antiguo Testamento según las tres divisiones conocidas por los rabinos judíos de su día. Sin duda "Salmos" señala la sección de los "Escritos" por constituir el libro más importante de esta colección, dentro de la cual se hallan los "rollos" (meghilloth), siendo Eclesiastés el quinto y último componente de esta serie. Al considerar el contenido del libro, y su interpretación, es importante recordar que el Maestro puso el sello de su autoridad sobre el libro como parte del mensaje total e inspirado del Antiguo Pacto.
Pertenece a la literatura de "la sabiduría". En la Introducción general de los libros poéticos y sapienciales del Antiguo Testamento, enfatizamos el carácter especial del género literario, siendo la manifestación hebrea —y por lo tanto monoteísta y piadosa— de una obra tanto popular como literaria que fue conocida en las civilizaciones egipcias, asirias y babilonias desde tiempos remotos, cultivándose también en Israel y los países adyacentes, por ejemplo, Edom y Moab. Estos estudios nos ayudan a formar un concepto bastante exacto del sentido de "sabiduría" tal como lo hallamos en el libro de Eclesiastés. No se trata de la sabiduría divina que se encarnará en su día en la Persona del Verbo encarnado y que brotará pujante al interpretar el Espíritu Santo el misterio de la obra de la redención (1 Corintios capítulos 1 al 3), sino de la mejor manera de ordenar prudentemente la vida diaria, dentro de una sociedad donde se entregan a sus variadas actividades los hijos de Adán, creados originalmente en imagen y semejanza de Dios, pero tarados actualmente por los resultados de la Caída, anidando el pecado en su "corazón", desde donde influye en todas sus decisiones, reacciones y hechos. Las secciones proverbiales de Eclesiastés no difieren en nada esencial de las máximas de Proverbios, pero la novedad de este libro consiste en un examen concienzudo —llevado a cabo por el autor— de la vida del hombre, tal como se desarrolla "debajo del sol". El "predicador" ha disfrutado de ventajas especialísimas al hacer una prueba personal de todo lo que podría dar de sí esta vida mundana, ayudado él por su sabiduría, llegando a la conclusión —desde el punto de vista de su examen— de que "todo es vanidad", o sea, frustración, ya que ninguna de sus experiencias le ha proporcionado verdadera satisfacción. Volveremos a este tema más adelante, pero es preciso que comprendamos las características más señaladas del libro, dentro de su género, desde los comienzos de nuestro estudio.

El autor

El predicador. "Eclesiastés" es el título del libro en la LXX (traducción griega del Antiguo Testamento), y corresponde a "koheleth" en el hebreo: título que ha dado lugar a mucha discusión, y que, según la mayoría de los eruditos, significa "el que dirige alocuciones en asamblea pública": idea que se refleja en la etimología de la traducción griega, "Eclesiastés". Para otros el título sugiere más bien "el que recoge", que caería bien para un recopilador de proverbios.
Un personaje real. Tradicionalmente se ha pensado que el mismo rey Salomón sería el autor del libro. Tomando en cuenta consideraciones lingüísticas, aún los eruditos conservadores se inclinan a pensar en una fecha de redacción muy posterior a la vida del rey sabio, pero no por eso hemos de descartar, sin más, la probabilidad de una obra esencialmente salomónica, a no ser que admitamos la admisión de obras francamente seudoepigráficas dentro de los libros canónicos. Libros anónimos, que surgen de círculos proféticos o sacerdotales, son comunes en el Antiguo Testamento, pero es difícilmente compatible con un concepto viable de la inspiración divina la teoría de que un autor desconocido declarase rotundamente que era "hijo de David, rey en Jerusalén", sin que fuera verdad y sólo con el fin de ganar la atención de lectores de tiempos posteriores. Se dice que esto de atribuir discursos didácticos a personajes reales era "moda admitida y comprendida", pero no hay indicios ciertos de esta costumbre en los libros de las Sagradas Escrituras, que al revelar la verdad de Dios, han de hacerlo por medio de declaraciones veraces, dejando siempre lugar —claro está— para giros figurados. Veamos la evidencia:
a) Las declaraciones del autor. "El Predicador, hijo de David, rey en Jerusalén" (Ec 1:1) ... "Yo, el Predicador, fui rey sobre Israel en Jerusalén" (Ec 1:12) ... "Yo me he engrandecido y he crecido en sabiduría sobre todos los que fueron antes de mí en Jerusalén, y mi corazón ha percibido mucha sabiduría y ciencia" (Ec 1:16). Las declaraciones sobre los medios de los cuales disponía el autor —casi ilimitados tanto para satisfacer todo deseo personal como para emprender grandes obras y acumular inmensas riquezas— corresponden a la situación de Salomón, y difícilmente pueden aplicarse a otro "rey en Jerusalén" después de la división del reino, que se llama "Israel" y no "Judá" (Ec 1:12-2:11). Se ha querido ver una contradicción en la referencia a "todos los que fueron antes de mí en Jerusalén", ya que sólo David había reinado desde aquella ciudad de una forma completa, tratándose de Israel. Pero la frase es más retórica que literal, y, de todas formas, Jerusalén había sido centro de un reino jebuseo, y aún de una dinastía anterior, cuya figura principal fue Melquisedec, "rey de Salem, y sacerdote del Dios Altísimo" (Gn 14:18).
b) Salomón como cabeza de una escuela de sabiduría. La larga historia de la literatura poética y sapiencial de Israel llegó a su culminación en la época de David y de Salomón, gracias a los cánticos del primero y la labor de investigación y de redacción del segundo. Pasajes como el de (1 R 4:29-34) señalan un período cuando los recuerdos del pueblo se cuajaron en literatura, añadiéndose el esfuerzo consciente de autores conocidos a las obras anónimas que habían surgido de la sabiduría popular a través de los siglos. El tema filosófico del "significado de la vida" se ha presentado a la mente de hombres pensadores en todas las épocas, siendo difícil que no surgiera en un momento de renacimiento literario y artístico. No se trata según las normas filosóficas de los griegos —algo que pertenece a siglos posteriores—, sino dentro del marco de la conocidísima literatura sapiencial y en el centro cultural de una nación que reconocía la obra creadora y providencial de Dios.
c) La cuestión lingüística. En cuanto a los vocablos y expresiones que eruditos han considerado como "rabínicos", de la época posterior a los trabajos de Esdras, pueden haber surgido de revisiones del texto original de Salomón. Tal trabajo de modernización, al presentar el discurso para generaciones posteriores no está reñido con un concepto real de inspiración, como lo sería la teoría de una seudoepigrafía. Otras objeciones que impugnan el origen salomónico de la obra carecen de fuerza y surgen de escuelas que rechazan por sistema toda tradición secular, por respetable que sea.

El contenido de Eclesiastés

Las meditaciones del autor. El rey sabio se propone investigar "qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol" (Ec 1:3). Se cree particularmente capacitado para emprender esta investigación ya que Dios le ha dado la sabiduría necesaria para poder distinguir entre las apariencias y la esencia del devenir de los hombres en la sociedad. No sólo eso, sino que, gracias a su posición, su autoridad y sus recursos, ha tenido ocasión de entregarse a toda suerte de experiencias que suelen considerarse como capaces de contentar el corazón del ser humano. Aplica su piedra de toque a cuanto ha experimentado, —placeres, proyectos, realizaciones y aún la misma sabiduría— y halla que todo es "vanidad", o sea, que carece de sentido real y permanente. Con todo, no deja de prodigar consejos prácticos, pues la "vida" es lo que tiene el hombre, y es preciso sacar de ella el bien posible, en el temor de Dios, mientras dure.
Los elementos proverbiales. Es natural que el gran recopilador de proverbios halle que muchos de ellos expresan verdades análogas a las que sacaba de su propia experiencia, ya que plasman, en forma lapidaria, la experiencia múltiple y prolongada del pueblo mismo. No hay razón, pues, para pensar en una obra compuesta, con dualidad (o multiplicidad) de autores, pues la diferencia de estilo depende únicamente del material que trabaja el autor, que consiste o en sus consideraciones personales, o en el peso añadido de elementos proverbiales. Tiende a expresar éstos en tercera persona, mientras que, como es natural, emplea la primera persona, "yo", al describir sus propios hallazgos.
La construcción del libro. Sin duda el autor llega a resumir sus razones y conclusiones en los capítulos 11 y 12, pero lanza su veredicto sobre la vanidad de la vida "debajo del sol" desde las primeras palabras de su obra. Por supuesto no hemos de buscar en este tipo de libro la construcción lógica que satisfaga las exigencias de un enseñador occidental, sino más bien el brillo de muchísimas facetas de la verdad que se suscitan al impulso del recuerdo o a través de la forma estilizada de proverbios conocidos. Hallaremos párrafos que se distinguen por la unidad de su pensamiento, pero también notaremos muchas repeticiones de los mismos temas. Por eso no adelantamos un análisis del libro en esta Introducción, sino que nos contentaremos con los epígrafes que señalarán el contenido de las secciones en el curso del breve comentario.
Con respecto a la unidad literaria del libro, es de importancia notar que se han hallado fragmentos de una copia (4 G Keh) en las cuevas de Qumrán ("los rollos del Mar Muerto") que apoya el orden literario que conocemos, tratándose de una fecha que puede remontar hasta 200 a.C.

El significado de Eclesiastés

El "problema" del libro. Con unanimidad total los expositores han considerado como muy difícil extractar el significado real de este libro, no sólo al intentar el análisis del pensamiento del autor y su actitud frente a la vida, sino también al buscar la manera de situar la obra dentro de la perspectiva de la revelación bíblica. Se da el caso de algunos comentaristas conservadores que han llegado a "desmitificar" el libro, recogiendo por una parte las verdades obvias que parecen concordar con otras enseñanzas de las Sagradas Escrituras, al par que atribuyen ciertas conclusiones al pesimismo —casi agnosticismo— del autor, tan desilusionado frente a la vida de los hombres que cae hasta en el cinismo. Al mismo tiempo toda Dogmática Sistemática recoge las grandes declaraciones doctrinales de Eclesiastés —por ejemplo, "Dios hizo al hombre recto, pero ellos buscaron muchas perversiones" (Ec 7:29)— para establecer la verdad bíblica sobre el hombre, etc. Ya veremos la riqueza tanto de la teología como de la antropología de Eclesiastés, y, a nuestro parecer, es muy arriesgado entresacar ciertas proposiciones como autoritativas, relegando otras a la incertidumbre de las lamentaciones de un cínico.
El enfoque del libro. El problema se resuelve, no por suponer una mezcla de verdades divinas y equivocaciones humanas dentro de una obra didáctica y canónica, sino por tomar en cuenta el enfoque del libro desde el principio hasta el fin, puesto que el autor enfatiza repetidamente que está investigando la vida del hombre "debajo del sol" o "debajo de los cielos", constituyendo estas frases —juntamente con la de "todo es vanidad"— el lema del libro. Es el punto de vista normal de los libros sapienciales, bien que, siendo obras de inspiración, siempre puede abrirse una ventana hacia el cielo en un momento dado. Lo importante, tratándose una labor interpretativa, es el recuerdo constante de que el predicador examina el hombre tal como le ve delante de sus ojos, desde su nacimiento hasta su muerte, no correspondiéndole abrir delante del lector la esperanza celestial y eterna, bien que —como veremos— su obra constituye la preparación que se precisa con miras a la revelación más amplia del Nuevo Pacto. Dentro de este enfoque, todo lo que el predicador escribe es verdad, dentro del marco que le corresponde en el conjunto de las Sagradas Escrituras.
El mensaje como preparación para el Evangelio. Es normal que comprendamos que los códigos legales del Pentateuco aleccionan al hombre sobre su estado moral a la luz de la justicia de Dios. Por ello nos llevan a la Cruz, y dejan vislumbrar la posibilidad de una ley espiritual escrita en el corazón del hombre. De igual forma los libros proféticos analizan el mal contemporáneo con el fin de predecir una intervención de Dios en gracia y en juicio. Nos dejan en espera del Mesías-Redentor. El fracaso moral del hombre —revelado por la Ley con el fracaso políticosocial de Israel —señalado por los profetas— implican la necesidad de una obra divina que redime y salva al hombre cuando llegue el momento señalado en el programa de Dios. El libro de Eclesiastés cumple una finalidad análoga al contestar con un NO rotundo la pregunta: "¿Puede el hombre caído hallar satisfacción en este mundo, en el curso de su breve jornada debajo del sol?". Una cuidadosa investigación revela la inutilidad de los esfuerzos humanos al buscar la felicidad y la satisfacción aquí abajo, y quedamos en espera de la venida del "Segundo hombre ... del Cielo" (1 Co 15:47), quien quitará la maldición de la frustración con el fin de llevar una nueva raza de hijos de Dios a "toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo" (Ef 1:3). En otras palabras, si el Éxodo nos prepara para las lecciones de Gálatas y Romanos, Eclesiastés nos encamina hacia las verdades de Efesios y Colosenses.
El yugo de la vanidad. El libro de Eclesiastés nos ofrece una amplia ilustración de las profundas verdades que Pablo señala en (Ro 8:18-24). A causa del pecado —que altera las relaciones entre Dios, su criatura y la creación— todo lo creado "gime", sintiendo hondos dolores y anhelos, participando en ellos hasta los hijos adoptivos de Dios, quienes ya poseen las primicias del Espíritu. Los fieles esperan la consumación del proceso redentor y son "salvos en esperanza", pero a todos los humanos les toca llevar el yugo de vanidad (de frustración) que Dios ha colocado sobre sus hombros "en esperanza". ¿Cuál es esta dura necesidad y esta bendita esperanza? Sencillamente, que Dios determinó que el hombre rebelde no había de prosperar en su alejamiento de su Creador. Emplearía los recursos de su personalidad como creado a imagen y semejanza de Dios con el fin de hacer llevadera la vida de independencia que había escogido; hasta cierto punto podría someter las fuerzas de la naturaleza, doblegándolas a su voluntad en la esfera material, bien que no sin sudor y lágrimas. Con todo, cada éxito hallaría su límite, y muy a menudo se volvería en desastre para quienes habían realizado los esfuerzos. En la esfera de lo moral, la civilización, lejos de "sublimar" al hombre, aumenta las tentaciones que el hombre no es capaz de resistir, suavizando el camino a la perdición. La "esperanza" divina es que el hombre, comprendiendo la nulidad de sus trabajos "debajo del sol", levante sus ojos a su Creador, esperando de su misericordia y gracia lo que le es imposible alcanzar al escarbar este pobre suelo, maldito por causa del hombre caído.
El Predicador insiste en su tema, que adquiere importancia vital en el conjunto de la verdad revelada de Dios. El pesimismo del existencialista de hoy no es cosa nueva, sino un factor de la vida humana claramente revelada por la "sabiduría" de Dios en la Biblia. Este pesimismo puede convertirse en factor positivo frente a la predicación del Evangelio, ya que la comprensión de la "vanidad" de la vida humana lleva a un alma mucho más cerca de la puerta del Reino que no el falso optimismo del humanista que se empeña —contra toda evidencia histórica y contemporánea— en creer que el hombre es capaz de buscarse una solución, en esta vida, sin doblegar la rodilla ante su Creador.

Los temas principales del Predicador

a) El tema de la "vanidad". Los dos primeros capítulos explayan ya con toda claridad el tema principal del libro: que aún si el hombre dispusiera de todos los recursos posibles para satisfacer sus deseos —los bajos de sus instintos y de su afán de enriquecerse, además de los nobles que le impulsan a "crear" algo para sí y la humanidad— no hallaría satisfacción duradera, y aún su sabiduría, que le ayuda a sacar la sustancia posible de esta vida, le revelaría con mayor claridad las tragedias e imperfecciones que corresponden a la vida humana, de modo que no haría sino incrementar su mal.
b) El tema de la muerte. Muy relacionado con el anterior se halla su concepto de la muerte física. No le es dado al autor gozarse en la esperanza de la resurrección, según la revelación del Nuevo Pacto, de modo que la muerte viene a ser el instrumento insoslayable y final de la frustración. Todo ha de dejarse por fin. Muere el sabio igual que el necio, y, en cuanto a lo físico, y el disfrute de la vida aquí en la tierra, el fin del hombre es igual que el de la bestia (Ec 3:19-21).
c) El disfrute de los bienes materiales. El pesimismo en cuanto a lo que podrá rendir esta vida lleva al sabio al consejo práctico de disfrutar de lo que hay mientras dure la oportunidad (Ec 5:16). Este "hedonismo" del Predicador se ha criticado mucho, pero ha de comprenderse a la luz del enfoque que hemos enfatizado: se trata de investigar el significado de la vida del hombre "debajo del sol", bien que veremos que no falta el sentido de la responsabilidad moral. Al llegar a la revelación del Nuevo Pacto vemos más claramente la posibilidad de utilizar todo lo temporal para el adelanto del Reino de Dios —soportando los sacrificios que sean del caso— pero aun a la luz de estas verdades celestiales, ningún autor inspirado recomienda el ascetismo como remedio para los males de la humanidad, y —con todas las salvedades— el Predicador viene a reiterar lo que el apóstol Pablo expresa claramente en (1 Ti 6:17): "Dios nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos".
d) La Ley de "siembra y siega". El predicador no es ciego ante la ley universal que Pablo formula en (Ga 6:7): "No os engañéis: Dios no puede ser burlado, pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará". Es un aspecto de su "teología" y de su "antropología" que notaremos a continuación, pero viene a ser un elemento de importancia fundamental de su apreciación de la vida humana aquí abajo. A veces parece ser que los malos prosperan y que los piadosos son afligidos (compárese el problema del libro de Job) pero, por fin "sé que les irá bien a los que a Dios temen ... y que no le irá bien al impío" (Ec 8:10-13) (Ec 10:8-9). Las certeras observaciones de (Ec 11:1-6) vienen a constituir el consuelo clásico que las Sagradas Escrituras otorgan al sembrador que no ve de momento el resultado de su siembra, pero confía en el Señor de que se verá la siega "después de muchos días".

La teología de Eclesiastés

Reiteramos que la observación de la vida humana, tratándose de un observador hebreo, se lleva a cabo dentro del cuadro del conocimiento de Dios que había sido concedido anteriormente, con referencia especial a los Libros de Moisés. El Predicador queda triste y desilusionado frente al breve drama (o tragicomedia) de la vida del hombre sobre la tierra, y no sabe lo que vendrá después, aparte de su aprecio de que todo parece repetirse constantemente en ciclos de fenómenos naturales y de acontecimientos históricos. Pero es hombre temeroso de Dios, y si él no sabe el porqué de las cosas, lo remite a Dios en cuyas manos se halla todo. Parecerá, quizá, que el hombre se asemeja a la pobre bestia de carga que da vueltas a la noria, pero Dios ordena el proceso total, de modo que el aburrimiento de la noria llega a ser el medio de sacar las aguas de profundos pozos que riegan la tierra, haciendo que produzca su fruto apropiado. No tuvo la felicidad de vivir en la época posterior al momento en que "el Verbo llegó a ser carne, y habitó entre nosotros y vimos su gloria" (Jn 1:14), pero Dios, a través de la historia de Israel, custodio de la Palabra, había dado ya muchas manifestaciones tanto de su gracia como de sus juicios. Hallamos, pues, una teología en Eclesiastés, que forma parte de la doctrina total de las Sagradas Escrituras. Sólo notaremos aquí unos elementos típicos de esta doctrina, como orientación preliminar, dejando el detalle para las notas expositivas.
El Dios Creador. Dios no sólo creó al hombre, sino que le dotó de "rectitud" en sus orígenes (Ec 7:29). "Recto" significa más que "inocente", implicando que el hombre, tal y como Dios le creó, poseía una justicia original y un criterio que le capacitaba para distinguir entre el bien y el mal. Las "perversiones" (quizá "estratagemas", o "ardides") son posteriores a la Caída, y la obra de Dios, frente al hombre que no quiso ser fiel a la intención de su Creador; se determina por el deterioro de la obra primitiva del Creador. Muy importante es la declaración de (Ec 3:11): "Dios ha puesto eternidad en el corazón de ellos", que echa importante luz sobre la naturaleza espiritual del hombre, quien no está limitado a las condiciones naturales de su constitución física. Este hecho explica las tensiones, pues un ser con "eternidad" en el corazón no puede quedar satisfecho con el mero disfrute de lo natural. Es preciso que sienta el peso del "yugo de vanidad" con el fin de que busque aquello que satisfaga su naturaleza interna, que es espiritual, y relacionada con la eternidad. El mismo versículo nos enseña que Dios "todo lo hizo hermoso en su tiempo", de modo que las taras que afean la vida natural no tienen que ver con la obra original que "era buena en gran manera" (Gn 1:31), y ha de atribuirse a la intrusión satánica, a la que cedió el hombre.
El Dios de la providencia. Dios desarrolla una obra "desde el principio hasta el fin" (Ec 3:11) —lo que indica un plan divino—, bien que es difícil que el hombre lo comprenda, dadas las tensiones producidas por el pecado. El predicador contempla esta obra como "perpetua", pensando en la continuidad de los procesos naturales e históricos en contraste con el breve paso del hombre por esta escena. Si hay desgaste aparente, "Dios restaura lo que pasó" (Ec 3:14-15). Nosotros tendemos a interpretar tales frases a la luz de la obra de reconciliación en Cristo, pero eso no fue revelado al Predicador. Veremos más de lo que Dios hace frente al hombre en las circunstancias que se estudian en el párrafo siguiente.
Dios como Juez. "Al justo y al impío juzgará Dios", pues habrá tiempo para el juicio como también lo hay para las alternativas imprevisibles del suceder del hombre en la tierra (Ec 3:16-19). La "vanidad", que reduce a nada los deseos del hombre, no le excusa delante de Dios, ya que es un ser moral, no sólo responsable ante su Creador, sino también enlazado con sus semejantes según la santa ley de Dios, lo que implica el cumplimiento de determinados deberes sociales. Injusticias hay en la tierra, pese a las necesarias jerarquías que ordenan la sociedad, pero "no te maravilles de ello: porque sobre el alto vigila otro más alto, y Uno más alto está sobre ellos" (Ec 5:8). Hasta el joven es un ser responsable, pues si bien le es lícito alegrarse en las animosas fuerzas de su juventud, ha de saber "que sobre todas estas cosas te juzgará Dios" (Ec 11:9).
Las palabras finales del libro recalcan lo mismo: "Porque Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o mala" (Ec 12:14). Ya hemos visto que el autor aconseja el disfrute del bien posible de esta vida, en vista de su brevedad y las desilusiones que nos trae, pero esta muy lejos de unirse con los cínicos que adoptan la norma de "comamos y bebamos, porque mañana moriremos". Muy al contrario, todos sus pensamientos, palabras y hechos se producen en la presencia del Juez divino, a quien tendrá que rendir cuentas.
La causa de las tensiones. No es posible separar la teología y la antropología de Eclesiastés, ya que el hombre es criatura de Dios, viviendo en la esfera que Dios ordena por su providencia, y moralmente responsable ante Dios como Juez. La sección anterior nos recordó que Dios "hizo al hombre recto, pero ellos buscaron muchas perversiones" (Ec 7:29). Además le creó como ser espiritual, poniendo "eternidad" en su corazón, pese a su relación con el orden natural. Si el hombre intenta dominar su ambiente natural, satisfaciendo a la vez sus deseos del orden que sea, tropieza con la imposibilidad de lograr el éxito, ya que su naturaleza espiritual no puede alimentarse de la hojarasca de lo material, y lo meramente natural. No sólo eso, sino que, según la lección fundamental de este libro, Dios ya ha ordenado la vida del hombre caído de tal forma que sus éxitos se limitan, se estropean y muchas veces se convierten en puro desastre.
El estado pecaminoso de todos los hombres. Además de denunciar la opresión que los poderosos ejercen sobre los débiles (Ec 4:16) (Ec 5:8), el Predicador reconoce el estado pecaminoso de toda la raza, afirmando: "Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque" (Ec 7:20). Reconoce así la arenilla que se ha introducido en la "maquinaria" de este mundo, causando el desajuste que llevó al sabio a veces a odiar la vida, tal como se desarrollaba en la sociedad que conocía. De nuevo hemos de recordar que el diagnóstico pesimista del Predicador no es el fin del asunto, sino que abre perspectiva para la revelación del remedio divino.
El hombre sabio y necio. Como en todos los libros sapienciales, el sabio se contrasta con el necio. El sabio tiene los ojos abiertos y no se deja engañar por las falsas apariencias de la vida, de modo que "la sabiduría fortalece al sabio más que diez poderosos que haya en una ciudad": un principio que se ilustra por la preciosa parábola del sabio pobre que salvó su ciudad del enemigo poderoso (Ec 7:19) (Ec 9:13-18). Nadie se acordó del sabio pobre, a quien los ciudadanos debían tanto, pero, con todo, la sabiduría es infinitamente superior a la necedad e "ilumina el rostro del hombre". El necio no es necesariamente un ignorante, sino más bien un hombre que no sabe —o no quiere— ordenar sus asuntos en el temor de Dios. Por lo tanto, sus asuntos se tuercen, y llega a ser idéntico con el pecador "que destruye mucho bien" (Ec 9:18).
Los "tiempos" del hombre. El hombre pecador no deja de hallarse en un mundo que es gobernado por la providencia de Dios, pese al mal que Satanás ha introducido. La vida humana no es un puro caos, y "todo tiene su tiempo". He aquí un "texto" que el Predicador desarrolla elocuentemente en (Ec 3:1-8), y el sabio es el que conoce el tiempo, o sea, la tarea que corresponde a cada momento. Dentro de los términos de este tema cabe la explicación de una paradoja aparente: el sabio exhorta repetidamente al hombre que saque el bien posible de la vida, en vista de su incapacidad de enderezar lo torcido; sin embargo, escribe en otro lugar: "Mejor es el dolor que la risa; porque con la tristeza del rostro se enmendará el corazón" (Ec 7:3). Todo pertenece a las condiciones de la vida que Dios ha ordenado, de modo que el sabio ha de obrar conforme a lo que requiere "el tiempo": "En el día del bien, goza del bien; y en el día de la adversidad considera. Dios hizo tanto lo uno como lo otro"... (Ec 7:14). Esta sabiduría es aplicable bajo el Nuevo Pacto, bien que los énfasis han de ser diferentes en el siglo del Espíritu Santo.
El hecho de la muerte. Las frecuentes referencias a la muerte han de entenderse como el fin obligado e inevitable de la existencia del hombre en la tierra, sin que se asomen los temas de la muerte espiritual o de la vida eterna que esperan el Nuevo Pacto. Desilusiones y fracasos habrá tenido el hombre antes, ya que Dios ha ordenado que los asuntos humanos "se tuerzan" bajo un régimen de pecado y de rebeldía, pero aún si ha sido sabio, o si el acontecer de la vida le haya sido relativamente favorable, por fin ha de rendir armas ante el avance de la muerte. He aquí la explicación de (Ec 3:18-22). En otro lugar el Predicador insiste en que "el polvo vuelve a la tierra, como era, y el espíritu vuelve a Dios que lo dio" (Ec 12:7), pero en el referido pasaje del capítulo 3 contempla el fin de la existencia humana en la tierra, notando que la bestia termina igual, y que no hay evidencia visible o palpable de una diferencia esencial entre el fin de ambos en la tierra. Ante esta "hora de la verdad" todos los hombres son iguales porque "no hay hombre que tenga potestad sobre el espíritu para retener el espíritu, ni potestad sobre el día de la muerte; no valen armas en tal guerra, ni la impiedad librará al que la posee" (Ec 8:8).
La necesidad de la revelación. El Predicador no afirmó que Dios no haría brotar luz sobre los problemas que él presentaba, sino que insistía en que el hombre, hasta donde llegaba la iluminación de la época suya, andaba a ciegas en cuanto al significado final de la vida, no bastando la sabiduría para penetrar el tupido velo que cubre el porvenir: "El hombre no sabe lo que ha de ser; y el cuándo haya de ser: ¿quién se lo enseñará?" ... "He visto todas las obras de Dios, que el hombre no puede alcanzar la obra que debajo del sol se hace; por mucho que trabaje el hombre buscándola, no la hallará; aunque diga el sabio que la conoce, no por eso podrá alcanzarla" (Ec 8:7,17).
Implícitamente —seguramente guiado por las Sagradas Escrituras ya redactadas— el Predicador reconoce la continuidad de la personalidad del hombre. La "eternidad" que lleva en el corazón corresponde al espíritu que volverá al Creador, lo que supone relaciones esenciales con Dios después de la muerte física que pone fin a la vida tal como la conoce. El hecho de que Dios traerá a juicio toda obra, trasciende por mucho el marco de su obra providencial en la tierra —que se revela en la ley de la siembra y la siega— y hemos de postular un momento más allá de la muerte cuando el hombre, como persona moralmente responsable, ha de rendir cuentas a Dios. El todo del hombre —en vista de las consideraciones del discurso— se define como sigue: "Teme a Dios y guarda sus mandamientos" (Ec 12:13), que parece algo muy escueto y legalista como la conclusión del discurso.
Ahora bien, si profundizamos un poco más en lo que es "temer a Dios", comprenderemos que supone nada menos que llevar adelante esta vida tan difícil y enigmática en la presencia de nuestro Creador y Juez, lo que encierra implícitamente los principios del arrepentimiento y la fe. La luz del Nuevo Testamento nos hace comprender que la Ley revela el pecado, ya que el pecador es incapaz de cumplirla. El Predicador ha notado lo mismo, de modo que el "guardar los mandamientos" en este contexto quiere decir la sumisión de la voluntad del hombre al Señor a la luz de la revelación que ya ha dado de sí mismo. Esta consideración ha de tenerse presente en la lectura de todo el Antiguo Testamento. Ya hemos visto que la lección primordial de Eclesiastés es la de la vanidad de la vida en un mundo de pecado debajo del sol, lo que nos lleva a buscar lo celestial. Con todo, "la solución interina" no está reñida con la verdad de la totalidad de la revelación de Dios. Más aún, como creyentes en esta dispensación de luz, nos conviene examinar los mismos hechos que analizó el sabio, y si bien la solución "en Cristo" será más amplia y esperanzadora, somos llamados a admitir la vanidad de lo humano mientras esperamos al Salvador del Cielo y la manifestación de los hijos de Dios, que librará a los salvos del penoso "yugo de vanidad", cuyo peso se aquilata tan exactamente en Eclesiastés (Fil 3:20-21) (Ro 8:19-25).
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