Estudio bíblico: Jesús anuncia su muerte - Juan 12:27-30

Serie:   El Evangelio de Juan   

Autor: Luis de Miguel
Email: estudios@escuelabiblica.com
España
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Jesús anuncia su muerte (Juan 12:27-30)

Introducción

En el estudio anterior vimos que unos griegos habían expresado su deseo de ver a Jesús, lo que había llevado los pensamientos del Señor hacia la Cruz, donde él moriría por los pecados de la humanidad, colocando así el fundamento del Reino universal del Hijo del Hombre sobre este mundo, a la vez que podría ofrecer salvación a todos los que se rindieran a él como su Rey y Salvador.
No sabemos si las palabras que ahora vamos a estudiar fueron dichas a continuación de las anteriores, pero lo que está claro es que el tema sigue siendo el mismo: La inminente Obra de la Cruz y sus consecuencias.
Ahora bien, podríamos acercarnos a este texto y enfocarlo como si se tratara de un manual de teología sobre la Cruz, pero en ese caso, no estaríamos captando la verdadera dimensión de las palabras de Jesús. En un momento vamos a ver que no se trata de una exposición de hechos doctrinales fríos, sino que nos encontraremos con el Señor profundamente conmovido y turbado. Todo esto nos indica que debemos tratar este texto con profunda solemnidad, reverencia y santo temor.
Se trata de un pasaje de una profundidad inagotable, y que de ninguna manera podremos comprender plenamente, no obstante, debemos hacer el esfuerzo de meditar con seriedad en él, aunque sólo podamos entenderlo en parte.
Aunque la ocasión no es la misma, será muy enriquecedor estudiarlo junto al relato del huerto de Getsemaní que encontramos en los evangelios sinópticos (Mt 26:36-46) (Mr 14:32-42) (Lc 22:39-46).

"Ahora está turbada mi alma" (Jn 12:27)

(Jn 12:27) "Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora."
1. Es estado de turbación de Cristo
Comenzamos viendo que el Señor nos abre su alma para que podamos ver los intensos sufrimientos por los que estaba pasando. Pero, ¿cuál era la razón para esa turbación? Aquel que podía sanar cualquier enfermedad, echar fuera demonios o calmar tempestades con una sola palabra, ¿cómo había llegado a estar en ese estado de turbación que se nos presenta aquí? ¿Cómo se explica esto?
Hacía muy poco que había tenido lugar la entrada del Señor en Jerusalén, y ya vimos que toda la ciudad se había volcado en ella, aclamándole como "el Rey de Israel". Desde una perspectiva humana, todo parecía indicar que era el clímax de su carrera mesiánica, y no cabe duda de que así lo entendieron sus discípulos, que ya empezaban a saborear la gloria de su Reino. ¿Por qué el Señor no compartía con ellos ese entusiasmo, sino que su alma se encontraba en un estado de angustia mortal?
Cuando Juan el evangelista rememora aquellos días, todavía sigue presente en su mente la diferencia abismal en la forma en la que el Señor y ellos estaban interpretando lo que ocurría, y de alguna manera, la forma tan abrupta como introduce esta declaración del Señor, tal vez tenga el propósito de transmitirnos la sorpresa que ellos mismos sintieron cuando escucharon al Señor hablando con tanto dolor.
El problema de fondo es que los discípulos sólo pensaban en ver a Jesús sentado en un trono, mientras que él sabía que lo que le esperaba era una cruz. Y aunque se lo había dicho una y otra vez, ellos no querían aceptarlo.
Por lo tanto, no cabe duda de que era la perspectiva de la Cruz lo que turbaba el alma del Señor. Y este intenso sufrimiento fue expresado en otras ocasiones a lo largo de los días previos a su crucifixión.
(Mt 26:37-38) "Y tomando a Pedro, y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera. Entonces Jesús les dijo: Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo."
(Lc 22:44) "Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra."
Es imposible formarnos una idea exacta de la agonía mortal por la que pasó el Señor. Para entender algo de su sufrimiento debemos comenzar por darnos cuenta de que no se trataba simplemente de la angustia que le producía la perspectiva de la muerte en una cruz. Por supuesto, cualquiera que conociera bien los horrores que iban asociados a una crucifixión, no dejaría de asustarse, pero en el caso del Señor había algo infinitamente mayor que los dolores físicos por los que iba a pasar y que él conocía bien.
La verdadera "aflicción de su alma" (Is 53:11) provenía del hecho de que había decidido presentarse como el sustituto de la humanidad para cargar sobre sí mismo la culpabilidad de todos los pecados de ella. Esto implicaba que recaería sobre él toda la ira de Dios, y de algún modo, experimentaría la separación del Padre (Mt 27:46). En estos momentos él ya lograba anticipar todo el dolor asociado con el hecho de cargar con la maldición del pecado (Ga 3:13).
Nosotros entendemos algo de lo que significa sufrir las consecuencias de nuestros propios pecados, pero aun eso, contrariamente a lo que muchas veces pensamos, es limitado en el día de hoy por la gracia de Dios. En cambio, Cristo sufrió las plenas consecuencias de lo que toda nuestra culpabilidad merecía. Para lograr entender lo que él estaba sufriendo de manera anticipada en ese momento, y plenamente en la Cruz unos días después, sería necesario haber experimentado la condenación eterna en el infierno, porque de una manera imposible de explicar, eso fue lo que Cristo estaba padeciendo allí durante aquellas horas que duró la crucifixión.
Cuando intentamos acercarnos a la Cruz para entender los sufrimientos de Cristo, nos encontramos con una sensación de vértigo ante un profundo abismo del que no logramos ver el final.
En todo caso, en estos sufrimientos apreciamos con toda claridad la humanidad perfecta del Señor Jesucristo. Y de hecho, el que él tuviera una naturaleza humana libre de pecado, aún debían hacer mucho más intensos los dolores de la muerte. Porque si bien la muerte siempre resulta dolorosa y amarga, aún tuvo que serlo mucho más para quien es la Fuente de toda vida. Todo su ser debía estar rebelándose contra aquello que era fruto del pecado y que no tenía nada que ver con él. No olvidemos que con la misma intensidad con que se ama la vida, también se aborrece la muerte.
Vemos, por lo tanto, que una naturaleza humana perfecta también puede experimentar luchas y conflictos, sin que esto implique necesariamente la presencia de pecado. La cuestión es cómo reaccionamos frente a esas situaciones que nos producen esa turbación. Y en eso, como en todo, Cristo es el ejemplo supremo de la perfección humana.
2. Las reflexiones de Cristo en medio de la turbación
Ya hemos visto que Cristo no era inmune al sufrimiento, pero quedaba por ver cómo reaccionaría ante él. Empecemos por notar lo que él dice a modo de reflexión íntima: "¿Y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora".
Ante la terrible turbación que abatía su alma tenía dos opciones. La primera sería buscar la liberación de ese tormento. Esa es sin duda la opción que cualquiera de nosotros probablemente pediríamos a Dios inmediatamente: "¡Señor, líbrame de esta enfermedad, o de este problema!". Pero frente al horror de la muerte, en Cristo ardía también el amor al Padre y el deseo de cumplir la misión que le había encomendado.
Jesús sabía que ambas opciones estaban delante de él, y las expresa verbalmente. Pero como vamos a ver inmediatamente, él no tenía dudas acerca de lo que iba a decidir.
No obstante, el hecho de que él hiciera esta reflexión en voz alta, es tremendamente aleccionador para nosotros, porque en muchas ocasiones nos podemos encontrar ante situaciones similares. Por un lado, sentir una turbación abrumadora por algún problema concreto, y por otro, el conocimiento que tenemos de la forma en la que Dios quiere que actuemos. ¿Qué diremos entonces?
El Señor nos entiende, porque en una situación infinitamente más dolorosa a cualquiera que nosotros pudiéramos llegar a pasar, él sintió cómo su auténtica naturaleza humana le llevaba a retraerse instintivamente ante el sufrimiento.
Pero en Cristo no encontramos ni un solo momento de debilidad humana. Ni por un instante se planteó la idea de no ir a la Cruz. No hubo momentos de confusión o indecisión. Aunque el dolor inundaba su alma, ni por un momento se rebeló contra la voluntad del Padre. Su deseo más íntimo y su firme voluntad era cumplir su voluntad.
3. La entrega absoluta a la voluntad del Padre
Lo que leemos en estos versículos, junto con lo que dijo mientras oraba en Getsemaní, es la expresión de una plena entrega a la voluntad del Padre. Por supuesto que su humanidad perfecta le llevaba a querer separarse de la muerte, y que pedía: "Si es posible, pase de mí esta copa", pero inmediatamente añadía: "pero no sea como yo quiero, sino como tú" (Mt 26:39).
Y claro está, Cristo conocía perfectamente el propósito de su venida a este mundo: "Mas para esto he llegado a esta hora". El sabía que tanto su encarnación, como todo lo que había realizado durante su ministerio público, no tendría ningún valor sin la Cruz.
Ahora bien, aquí surge una cuestión realmente importante: ¿Quién llevó realmente a Cristo a la Cruz? Leyendo los evangelios podríamos decir que fue Judas junto con los líderes religiosos judíos y el gobernador romano. Y efectivamente fue así, pero había otra realidad paralela: Fue Dios Padre quien por amor envió a su Hijo al mundo para ser crucificado (Jn 3:16). Así fue decidido desde antes de la fundación del mundo que Jesús vendría a morir por los pecados del mundo (1 P 1:18-20).

La oración de Cristo

(Jn 12:28) "Padre, glorifica tu nombre..."
En medio de su angustia, el Hijo nunca pierde la íntima comunión con su Padre, y plenamente consciente de su amor, se dirige a él en oración. Es en el Padre donde su alma turbada encontraba descanso. Y así ocurre también con nosotros. ¡Qué triste la situación de aquellos que nunca elevan su corazón a Dios en busca de consuelo!
Ahora bien, en esta oración de Cristo hay varias cosas muy importantes a las que debemos prestar atención:
En primer lugar debemos considerar que Cristo se dispuso a ir a la Cruz, no tan sólo para salvar a los pecadores, sino ante todo, para que el nombre de Dios fuera glorificado. Esta es la meta principal de toda la obra de Cristo, bueno, realmente la gloria de Dios es el gran fin para lo cual todo ha sido creado. En cuanto a esto, es interesante notar que en lugar de orar para ser salvado de la Cruz, Jesús ora para que el nombre de su Padre fuera glorificado. Vemos, por lo tanto, que estaba mucho más interesado en que Dios recibiese honra que en su propia comodidad o seguridad. Una gran lección para nosotros.
En la oración de Cristo no vemos una actitud de sufrida resignación, como la de aquel que se da por vencido ante un problema contra el que ya no puede seguir luchando. Tampoco encontramos una actitud de amargura o de queja contra Dios. Nada de todo eso.
Es evidente que con estas palabras el Señor expresa su completa sumisión a la voluntad de su Padre, pero hay mucho más que eso; él quiere que sus sufrimientos sirvan para glorificar a Dios.
En vista de todo esto debemos preguntarnos qué es exactamente lo que el Señor quería decir cuando pidió que el nombre del Padre fuera glorificado por medio de la Obra de la Cruz.
En primer lugar debemos decir que el "nombre de Dios" expresa su carácter y persona, es decir, todo lo que él es (Jn 1:12) (Jn 5:43). Y el hecho de glorificar a Dios implica que sus atributos divinos sean manifestados (Ex 33:18) (Ex 34:5-8). Y no cabe duda de que Cristo ha mostrado cómo es Dios de una manera única, y la Obra de la Cruz, con todo lo que en ella se encierra, es sin lugar a dudas el momento culminante de esa revelación.
Al mismo tiempo Cristo nos presenta aquí un ejemplo insuperable de cómo debemos orar. En realidad, hay aquí una claro paralelismo con la forma en la que el Señor enseñó a orar a sus discípulos, y que ahora él aplica a su propia situación. Por un lado el deseo de que el nombre de Dios sea santificado, y por otro, un ruego para que se haga su voluntad. Recordemos estos mismos términos en la oración modelo de Jesús: "Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra" (Mt 6:9-10).
No queremos concluir este punto sin subrayar varias lecciones importantes que se desprenden de todo esto para nuestras propias vidas:
No hay nada de malo en exponer nuestro dolor delante de Dios en oración. Otra cosa diferente, y que evidentemente el Señor no hizo, es presentarnos delante de Dios para expresarle quejas amargas por lo que él permite en nuestras vidas.
Cuando atravesamos momentos de dificultad, encontraremos descanso en la oración siempre y cuando surja de un corazón rendido a la voluntad de Dios. Otra cosa muy diferente es "luchar con Dios en oración" para tratar de imponerle nuestra voluntad o para quejarnos de nuestra situación. Eso nunca produce paz.
La consagración a la que como creyentes debemos llegar es a poder decir en cualquier situación y de manera completamente genuina lo que el Señor Jesucristo dijo aquí: "Padre, glorifica tu nombre en mí. Haz conmigo lo que quieras, sólo glorifica tu nombre". Encontramos otro ejemplo de esto mismo en el apóstol Pablo, quien entendió y asumió esto perfectamente, tal como expresa en (Fil 1:20): "Como siempre, ahora también será magnificado Cristo en mi cuerpo, o por vida o por muerte".

La contestación del Padre

(Jn 12:28) "... Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez."
1. Una voz del cielo
En esta ocasión tuvo lugar un milagro, puesto que Dios mismo contestó desde el cielo a su Hijo: "Entonces vino una voz del cielo". Con esto el Padre tenía la clara intención de mostrar una vez más a todos los presentes la absoluta aprobación que sentía con su Hijo como Mesías y Salvador del mundo. Pero en esta ocasión especial no sólo quería mostrar su aprobación con la persona de su Hijo, sino que también quería que entendieran su plena identificación con la Obra de la Cruz que él se disponía a llevar a cabo y que había sido el tema de su oración.
En relación a esto último, debemos recordar que esta no fue la única ocasión en la que el Padre dejó oír su voz desde el cielo. Hubo dos ocasiones más en las que esto ocurrió, y curiosamente, en todas ellas encontramos cierta relación con la disposición del Hijo en asumir el camino de la Cruz. Por ejemplo, durante su bautismo, él comenzaba su ministerio público identificándose con los pecadores por los que más adelante iba a morir, y el Padre desde el cielo dijo: "Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia" (Mt 3:17). Y más adelante, en el Monte de la Transfiguración, cuando Jesús hablaba con Moisés y Elías acerca de "su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén", de nuevo el Padre dijo desde el cielo: "Este es mi Hijo amado; a él oíd" (Lc 9:31-35). Y por último, ahora en el capítulo 12 de Juan, donde el Señor se disponía a ir a la Cruz.
2. "Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez"
Notemos que dice: "Lo he glorificado", lo que implica que a lo largo de todo su ministerio Cristo había glorificado el nombre de Dios por medio de su encarnación, milagros, palabras y obras. Pero la cuestión no terminaba ahí, puesto que añade: "y lo glorificaré otra vez", en referencia a la muerte de Cristo en la Cruz para conseguir la salvación de los hombres, así como por su resurrección, ascensión y glorificación a la diestra del Padre. Cada uno de estos hechos serviría para glorificar el nombre de Dios.

La reacción de la multitud a la voz divina

(Jn 12:29) "Y la multitud que estaba allí, y había oído la voz, decía que había sido un trueno. Otros decían: Un ángel le ha hablado."
Aunque es evidente que todos escucharon la voz y coincidían en que había ocurrido algo fuera de lo normal, aun así no todos la entendieron de la misma manera: Unos decían que había sido un trueno, mientras que otros afirmaban que un ángel le había hablado.
Las teorías para dar una explicación razonable a este hecho pueden ser varias. Quizá algunos de ellos estaban a cierta distancia y no estaban prestando atención a lo que se decía, así que para ellos bien podía tratarse de un trueno. Si la voz de Dios fue en hebreo, y los oyentes eran de habla griega, tal vez interpretaron que era la voz de un ángel al que no lograron entender.
Otra posible explicación a esta variedad de opiniones puede tener su origen en la incredulidad de los oyentes. Es evidente que todos escucharon la voz, que debió ser muy potente, puesto que a algunos les pareció un trueno, pero en su afán por dar una explicación natural a un suceso sobrenatural, algunos dijeron que había sido un trueno. Esto es lo que constantemente hacen los escépticos de nuestros días. Este tipo de personas nunca están conformes con nada. Dicen que no pueden creer en Dios porque no tienen evidencias, pero cuando Dios mismo les habla desde el cielo, buscan la forma de desacreditarlo con alguna explicación "ingeniosa". Pero es sólo su incredulidad y su predisposición negativa lo que les impide reconocer la voz de Dios y entender lo que les dice.

El propósito de la voz divina

(Jn 12:30) "Respondió Jesús y dijo: No ha venido esta voz por causa mía, sino por causa de vosotros."
Notemos que el Señor afirma que lo que habían oído era una "voz", no un trueno. Ahora bien, en cuanto a su propósito, no era por causa de él, para consolarlo o animarlo frente a la Obra de la Cruz, sino que había venido por causa de ellos.
Pero aquí surge una pregunta: Si la voz había venido por causa de ellos, ¿por qué entonces la mayoría no la entendieron? Ya hemos dicho que el problema no tenía que ver con la claridad con la que Dios hablaba, sino con la falta de disposición de ellos para entender lo que se les decía. Pero en todo caso, estaba fuera de toda duda que aquella evidencia celestial venía inmediatamente como respuesta a la oración de Jesús, por lo tanto, tenían que ver en ello una señal que confirmaba la misión mesiánica de Jesús.
No era el Señor quien necesitaba que una voz celestial le dijera lo que ya sabía por la comunión íntima que siempre mantenía con su Padre. Se trataba de un mensaje destinado a ellos, de modo que no tuvieran excusa por su incredulidad. Según el evangelista Juan, ésta sería la última prueba pública que acreditaba su misión divina. Era un último intento por parte de Dios de convencerles para que creyeran en su Hijo. Tal como veremos un poco más adelante, el Señor les explicó que el día se estaba acabando, y que en muy poco tiempo la luz ya no estaría entre ellos, sino que vendría la noche donde ya no se podría ver (Jn 12:35-36). Era muy importante, por lo tanto, que aprovecharan esta última oportunidad y creyeran en él.
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