Estudio bíblico: El camino de la disciplina y del santo temor - Hebreos 12:3-29

Serie:   La epístola a los Hebreos   

Autor: Ernestro Trenchard
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Reino Unido
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El camino de la disciplina y del santo temor (He 12:3-29)

Los versículos 1 y 2 de este capítulo enlazan la sección anterior con la que tenemos a la vista. El camino de la fe se caracteriza por el esfuerzo, el sufrimiento y el triunfo según los muchos ejemplos que se adelantaron, y por fin vimos cómo el gran Adalid de este camino escogió la Cruz, soportando valerosamente su tremendo peso. Así se nos lleva a la consideración de las disciplinas del camino y de aquella santa "gimnasia" espiritual que es necesaria si hemos de correr la dura pista con paciencia, llegando por fin al momento cuando el Señor nos ceñirá la corona de vencedor a nuestras sienes. No hemos de perder de vista ni por un momento el propósito del autor, que era el de animar al grupo de creyentes hebreos, advirtiéndoles sobre los peligros especiales que les acechaban.

La disciplina del sufrimiento (He 12:3-17)

El sufrimiento del creyente suele considerarse como un "problema": ¿por qué han de padecer los hijos de Dios si se han separado ya del mundo pecador? En el Antiguo Testamento el libro de Job —además de varios salmos y otras porciones— se enfrentaba con este problema, vislumbrándose por su medio unas soluciones parciales. Pero lo que se comprendía difícilmente en el antiguo régimen, en el que la verdad espiritual tenía que representarse forzosamente por medio de lo material, se baña con diáfana luz después de la muerte y la resurrección del Dios-Hombre. El pecado produce el dolor de la manera en que la semilla de cardos y espinas produce plantas según su propia naturaleza; el pecado, con toda su secuela de males, se ha anulado en la Cruz, pero aún toca al creyente "gemir" con la creación que está bajo este pesado yugo hasta la resurrección (Ro 8:18-25). Pero el "gemir" desesperado de los hijos de este siglo se convierte en un proceso esperanzador en el caso de los hijos de luz, ya que Dios aprovecha el cincel del dolor para perfeccionar su carácter con el fin de que se ajuste a sus planes eternos para cada uno de sus hijos (Ro 5:3-5).
Aquí el simbolismo sigue siendo el de la "carrera", y es fácil comprender que una vida regalada, de mucho comer y de poco trabajo y esfuerzo, da por resultado la degeneración progresiva del organismo; los músculos se ablandan y resisten poco; el estómago se estropea, y no hay fuerzas ni ánimo para un camino difícil, ni para un esfuerzo sostenido. Las personas que se hallan en este estado tropiezan fácilmente con cualquier obstáculo y buscan "atajos" peligrosos para ahorrarse las fatigas de la caminata. El autor llama a los hebreos a la consideración de estas lecciones, elementales en sí, pero duras de aprender, en relación con las persecuciones por las cuales pasaban. No habían de pensar que tales experiencias eran una cosa "extraña", imposible de llevar, sino una parte esencial del "camino", ordenada por la sabia mano del Padre durante esta etapa de nuestro testimonio.

El ejemplo (He 12:3-4)

"Considerad" o "considerad atentamente", sirve para exhortar a los hebreos a que fijen con toda atención su mirada en "aquel que sufrió (soportó) tal contradicción de pecadores contra sí mismo". Habían de repasar detenidamente las escenas de la pasión, considerando de qué forma el Señor de la gloria se dejó en las manos de los pecadores, permitiendo que le azotasen, que se burlasen de él, que le escupiesen en su rostro, que le clavasen en la vergonzosa cruz, dándole muerte de criminal. El discípulo no es mayor que su Señor, advirtió el Maestro mismo, y si a él le habían hecho tales cosas, ¿cómo se libraría el siervo fiel frente a las mismas fuerzas del mal? Pero él, en la plena consciencia de la gran "consumación", soportó todo con maravillosa paciencia y nosotros podemos recibir gracia para seguir sus pisadas.
La persecución que padecían los hebreos era penosa, pero, aparentemente, consistía más en la pérdida de bienes, de privilegios y de libertad que no en los azotes y la muerte, pues el siervo de Dios les recuerda: "Aún no habéis resistido hasta derramar sangre combatiendo contra el pecado". Si el Maestro suyo había padecido sin límites, experimentando en su persona la muerte de todos y la muerte toda, bien podían ellos soportar con gozo padecimientos limitados y temporales. El "combate" con el pecado es un hecho real. El "deseo de la carne" dentro de nosotros es contra el Espíritu, o sea, se levanta contra lo que es de Dios con fortísimos impulsos que proceden de toda nuestra naturaleza caída; alrededor de nosotros actúan los hombres, a menudo los instrumentos ciegos o voluntariosos del diablo; en las misteriosas esferas espirituales se movilizan innumerables huestes de espíritus malos de diversa categoría y potencia que procuran contrarrestar la obra de Dios. El "combate", pues, ha de ser pauta y norma de la vida del creyente, y no hay combate sin heridas y sangre.

El Padre y los hijos (He 12:5-10)

La primera frase del versículo 7 debe traducirse de esta manera: "Es para disciplina (o entrenamiento) que sufrís", y así nos proporciona la clave para la comprensión de todo el pasaje. El sufrir del creyente no es algo casual, que se puede evitar, ni tampoco es medio de granjear méritos. No hemos de buscarlo a la manera del asceta, pero tampoco hemos de rehuirlo, porque Dios aprovecha este sufrir, que surge del desarreglo total del mundo hundido en el pecado, para robustecer la vida espiritual de sus hijos.
Los hebreos se estaban olvidando de esta parte de la obra "paterna" de Dios, de modo que el siervo de Dios les recuerda lo que tantas veces habían leído en (Pr 3:11-12): "El Señor, al que ama, disciplina y azota a todo el que recibe por hijo". No habían de desmayar, pues, ya que Dios les trataba como un Padre a sus hijos, a los cuales no puede dejar que crezcan sin la debida corrección; si ésta faltara, habrían de preguntarse si de verdad eran "hijos" en el sentido pleno de la palabra o no. La figura de los versículos 7-10 es muy clara. Padres hemos tenido según la carne que nos han corregido conforme a la comprensión limitada que tenían de nuestra necesidad como hijos, y no merecían nuestra repulsa por ello, sino, al contrario, la reverencia del hijo al padre. Trasladando el símil al terreno espiritual, hemos hallado en Dios el "Padre de los espíritus", por el doble hecho de la creación y de la regeneración; por esta última nos "engendró" a una nueva vida espiritual y eterna. ¿Cómo, pues, no hemos de someternos con agrado a tal Padre, quien, por añadidura, obra en perfecta sabiduría y amor respecto de nosotros?

Los resultados de la disciplina (He 12:10-12)

El fin del versículo 10 es muy hermoso: "pero éste (nos corrigió) para lo que nos es provechoso, para que participemos en su santidad (o santificación)". Santificación ("hagiasmos") es un estado de separación del pecado y del mundo para Dios, e idealmente todos los creyentes son "santos" por estar unidos con Cristo en su muerte y su resurrección, pero el estado ha de manifestarse por la conducta correspondiente, y Dios, como Padre amante, se vale de las circunstancias adversas de la vida, como también de la oposición de los hombres, para quitarnos el gusto a lo mundano y a lo pecaminoso, con el fin de que nos echemos más enteramente en sus brazos. El es "santo", y, al manifestar prácticamente nuestra santificación, tenemos una parte especial en Dios, cuya naturaleza de santidad reflejamos así en el mundo. Si esta gloriosa "participación" con el Padre no puede ser la nuestra sino por el camino de la disciplina, ¿no hemos de gloriarnos con Pablo en las tribulaciones, en lugar de lamentar sobre nuestra "suerte adversa"?
Otro resultado se nota al final del versículo 11: "da fruto apacible, fruto de justicia". "Apacible" es un adjetivo en el original, pero se entenderá mejor por "fruto de paz, fruto de justicia". El efecto del sufrimiento en el caso del mundo o del creyente carnal es el de la perturbación. La mente no admite más que un pensamiento: "¿Cómo puedo librarme de este padecimiento y de estas molestias? ¿Por qué me ha sobrevenido esto? ¿Qué he hecho yo para merecer esto, etcétera?". Pero para quien se "ejerce" para comprender la voluntad divina el fruto es paz, pues el dolor y la pérdida le hacen ver la vanidad de todo lo material y lo humano, y, como John Newton, puede exclamar: "Tengo a Cristo en todas las cosas mientras las poseo, y tengo todas las cosas en Cristo cuando me son quitadas". Cuanto más crece nuestro amor por el Señor y nuestro gusto en las cosas del Señor, menos dependeremos de las fluctuaciones de las circunstancias, de la salud o de los bienes. He aquí el secreto de la paz.
La "justicia" ha de entenderse aquí por "rectitud de conducta". La influencia de la carne en el creyente es tal que fácilmente admitimos normas bajas que "nos conciernen" al momento, hallando mil excusas para "justificar" un nivel bajo o regalado de la vida, pero en el crisol de los sufrimientos (en el caso de aquel que se somete a la voluntad de Dios) las escorias se consumen y el oro del carácter se refina, de modo que llega a resplandecer mucho más aquella "rectitud" de conducta que refleja las normas del cielo.
El filósofo francés León Bloy exclama (en Le pélerin de l'Absolu): "Le souffrir passe; avoir souffert ne passe jamais", que podemos traducir: "El sufrimiento pasa, mas el haber sufrido no pasa jamás", o sea, el padecimiento es transitorio, pero los efectos de la disciplina del dolor son permanentes. Que el efecto permanente sea bueno o malo depende de la actitud del que sufre.

Diversas actitudes frente al sufrimiento

Los hermosos frutos de la corrección que hemos señalado no se producen por el mero hecho de sufrir, sino por la debida actitud frente al sufrimiento, y lo importante es el "ejercicio espiritual". Las actitudes siguientes son posibles en la prueba: 1) El creyente carnal busca todos los medios para acortar la disciplina, como una cosa extraña y enemiga, endureciéndose contra ella, rebelándose, de hecho, contra el Dios que lo permite. El efecto en este caso es perjudicial y se puede producir un alejamiento progresivo de los caminos del Señor. 2) El creyente flojo lamenta su suerte, halla que la carga va más allá de sus fuerzas y llega a un estado de triste anonadamiento por no saber echar la carga en el Señor. Esta es la tristeza que produce "muerte" (2 Co 7:10), y estas dos reacciones no se distinguen en nada de las del hombre del mundo. 3) El creyente admite las enseñanzas de este pasaje y de otros tantos, y, comprendiendo que está en "la escuela" de Dios, procura aprender las lecciones propias de la experiencia. La palabra "ejercitados" al final del versículo 11 es aquella de la cual ha venido nuestra palabra "gimnasia", y supone la cuidadosa consideración de todos los medios que son propios del atleta que se entrena para la carrera o la lucha. Hallamos la misma palabra en (1 Ti 4:7) en la exhortación: "Ejercítate para la piedad". Piensa el tal creyente: "Mi Padre amante y todo sabio permite que pase por esta dura experiencia para el debido desarrollo de la musculatura espiritual, con el fin de que le pueda servir con mayor eficacia aquí y en la eternidad; procuraré, pues, no deshonrarle por inútiles lamentos, sino que, al par que eche sobre él la carga, procuraré que no pierda ni una sola de las lecciones que me quiere enseñar". He aquí la actitud que produce los benditos frutos de la santificación práctica, la paz y la rectitud moral.
Notemos de paso que este ejercicio espiritual es muy distinto del estoicismo, que dice, en efecto: "Yo soy hombre, y por orgullo y amor propio no me quejaré; desprecio la vida, de modo que desprecio el sufrimiento también". Tal actitud puede considerarse como "noble" por los hombres, pero está infinitamente distanciada de la humildad del creyente. Para éste la corrección "no parece ser causa de gozo, sino de tristeza"; el padecimiento es real y el dolor no dejar de ser doloroso, pero al mismo tiempo se deja cual barro en la mano del gran Alfarero, para que éste, sobre la rueda de la aflicción, le dé la forma que convenga al plan eterno.
Conviene también salir al paso de una actitud bastante corriente entre creyentes ante el sufrimiento de otros, pero que no puede sostenerse a la vista de este pasaje. Creyentes inconscientes dicen a veces, al saber de un desastre físico o material que ha caído sobre alguien: "¿Qué habrá hecho él o ella para merecer este castigo?". Es decir, creen que las aflicciones son como un "palo" en las manos de Dios, quien da fuerte cuando alguien ha cometido un pecado especial. Así pensaban los amigos de Job al considerar la catástrofe que le sobrevino, y así pensaban los discípulos frente al mal del hombre ciego de nacimiento (Jn 9:1-3), pero en los dos casos recibieron reprensión quienes se atrevían a juzgar a otros de esta forma. Es verdad que un mal físico puede ser el resultado de un pecado especial o de un apartamiento progresivo del Señor (1 Co 11:29-32), pero puede ser igualmente un privilegio excepcional que el Señor concede a los más escogidos de sus santos, como en el caso de Job o de Pablo. Normalmente es lo que ya hemos visto: el resultado general del mal en el mundo que el Señor aprovecha para nuestro bien. Ante estas diversas posibilidades es muy atrevido que nosotros digamos: "Esto le ha sobrevenido por tal o cual causa", y conviene más bien la actitud que dijera: "¿Qué no me sobrevendría a mí si el Señor me tratara según mis merecimientos?".

La exhortación (He 12:13)

Esta exhortación se dirige a los espirituales del grupo para que ellos, a su vez, puedan ser ayuda a los flojos. Si los hermanos inteligentes aceptasen con espíritu sumiso la disciplina que el Señor permitía, podrían fortalecer luego las manos que llegaban a ser flojas por falta de trabajo o de ejercicio, y las rodillas paralizadas ganarían en fuerzas para poder seguir adelante en el camino de fe y de servicio.
Así podrían dedicarse a una labor de "precursores", enderezando el camino y quitando obstáculos con el fin de que "lo cojo no se salga del camino"; o sea, es necesario que los fuertes presten ayuda especial a los flacos que siempre existen en cualquier iglesia. Poco podremos conseguir en esta labor de guía y de pastoreo si nosotros no admitimos primero la disciplina del Señor, "ejercitándonos" en la oración, en el estudio de la Palabra y en la subordinación de lo material a lo espiritual en nuestras vidas.

Paz y santificación (He 12:14)

El hermoso versículo 14 repite la exhortación de seguir la paz y la santificación, añadiendo que sin la santificación nadie verá al Señor. Notemos el enlace entre "la paz para con todos" y la "santificación". La "paz", frente a los hombres, no está siempre dentro de nuestras posibilidades, y en una exhortación análoga en (Ro 12:18) Pablo dice: "Si es posible, en cuanto dependa de vosotros". Si los hombres nos odian por nuestro buen testimonio, no quieren estar en paz con nosotros; pero, a pesar de ello, nosotros hemos de seguirla, o sea, poner todo cuanto está de nuestra parte para quitar la enemistad y endulzar el ambiente. La carne siempre quiere reaccionar contra una manifestación poco amigable con otra de la misma naturaleza, y así se aumentan las luchas con su secuela de males. Pero el pacífico de espíritu, enseñando en la escuela del Maestro, "encomienda la causa al que juzga justamente" (1 P 2:23) y busca la oportunidad de mostrar amistad, cariño y amor, y de esta forma "sigue" la paz. Más allá de eso no tiene responsabilidad y puede dejar el asunto en las manos del Señor.
Este concepto de la paz para con los hombres se une con el de la santificación, "sin la cual nadie verá al Señor", por la obvia razón de que si el poder del Evangelio en la vida diaria no llega hasta el punto de animarnos a "seguir la paz" con los hombres, sería una farsa hablar de la "santificación" o la separación real para Dios. Nuestra relación con Dios se refleja y se evidencia por nuestro trato con los hombres, y si éste es defectuoso, aquélla dista mucho de ser perfecta. "Ver a Dios" aquí significa una percepción íntima e interna y, según nuestro criterio, en vista del sentido práctico del pasaje, se refiere, no a la visión escatológica, cuando le veremos "cara a cara", sino a la que el creyente debiera recibir diariamente, en el curso de su peregrinación aquí. "Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios", pronunció el Maestro (Mt 5:8); y es evidente que si anidan pecados sin confesar en el corazón, o nos permitimos concomitancias con el mundo, el "espejo del corazón" se empaña y la visión celestial pierde su nitidez. Y si no "vemos a Dios" por medio de la Palabra, y en la perfecta representación de su persona en Cristo, nuestra vida cristiana carece de valor real.

La "raíz de amargura" y el "fornicario" (He 12:15-17)

La frase "mirad bien" introduce otra de las típicas amonestaciones de la epístola, y de nuevo hemos de interpretarla a la luz de la condición reinante en este grupo de cristianos hebreos. "No sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios", donde se trata, no de todos, sino de "alguno" que aún no tiene la "gracia", a pesar de su asociación con el pueblo de Dios, y el peligro consiste aquí en que el tal no sólo se pierda a sí mismo, sino que sea medio de contaminación para los demás. La minoría de pretendidos creyentes en la iglesia, quienes, obviamente, no querían padecer persecución por la fe que tenían, ponía en peligro el testimonio de todos, pues no podían por menos que aconsejar "soluciones carnales" para salir de la dificultad, tales como la de transigir con el judaísmo legalista. Quizás el siervo de Dios sabía de alguna "raíz de amargura" especial en el grupo al redactar este pasaje: algún Demas que amaba este presente siglo, y de cuya "raíz" de carnalidad iba brotando toda una cosecha de amargura que arruinaba el testimonio de la iglesia. Este tendría su "partido", y fácilmente se comprende la "perturbación" que resultaría para todos.
En el versículo 16 la metáfora cambia, pero no hemos de pensar en distintas manifestaciones del mal que afligía a la iglesia, sino en un análisis más completo del mal que ya hemos notado. Un "fornicario", en sentido literal, es uno que no quiere contentarse con la provisión que ha hecho el Señor en el matrimonio, sino que busca deleites físicos en uniones ilícitas. Por esta causa los profetas del Antiguo Testamento solían aplicar el término, en sentido figurativo, a los desvíos del pueblo de Israel, que, en lugar de gozarse en su unión espiritual con Jehová su Dios, iban tras las "abominaciones" de las naciones circundantes tales como Baal y Astarte. La metáfora aquí es un reflejo del lenguaje de los profetas, y se entiende de aquellos falsos hermanos que no querían fijar su mirada en Cristo, sino que iban tras el judaísmo o el mundo, siendo infieles a su profesión de fe cristiana.
El "fornicario" es también un "profano", o sea, uno que no sabe distinguir entre lo sagrado y lo mundano, estando dispuesto a contaminar lo sagrado por su carnalidad. El ejemplo es Esaú, "que por una sola comida vendió su primogenitura". A algunos les parece que Esaú recibió mayor juicio de lo que merecía su pecado, y que, de todas las formas, era "más simpático" que Jacob, quien se hizo con la bendición. Estos son criterios puramente humanos, y lo importante de este solemne ejemplo de una vida perdida y de una nación formada sobre principios netamente carnales es que la "primogenitura" representa, no sólo una herencia material, sino todo el contenido de las promesas hechas por Dios a Abraham, o sea, todos los propósitos de Dios para la redención de los hombres. Jacob buscaba este gran bien por medios muy equivocados, pero por lo menos sabía apreciarlo y anhelaba estar en aquella "línea" de bendición divina. En cambio, a Esaú le tenía sin cuidado lo que Dios había prometido a sus antepasados, y cuando llegó el momento de sentirse desfallecido físicamente a causa de su afición a la caza, no tuvo inconveniente en "vender" tan preciosa herencia por una sola comida. Así llega a ser el símbolo perfecto del hombre "carnal" y "profano".
Hemos de interpretar el versículo 17 a la luz de lo que acabamos de hacer constar y en relación con la historia del Génesis. El que despreció la "primogenitura" no podía encontrar lugar para disfrutar de la bendición que dependía de la operación de los propósitos de Dios por medio de Israel. Se trata aquí de la imposibilidad de que la bendición divina operara a favor de aquel que había despreciado y perdido su parte en el plan de Dios para con su pueblo. Fue una verdadera locura de parte de Isaac querer a toda costa bendecir al predilecto, Esaú, por razones puramente personales y humanas, sabiendo la voluntad de Dios de que "el mayor había de servir al menor", y que Esaú se había excluido a sí mismo de la primogenitura. Rebeca y Jacob eran culpables en cuanto a sus métodos, pero tenían toda la razón en lo esencial, y las "lágrimas" de Esaú, juntamente con la debilidad de Isaac, no podían cambiar una situación que el primero había creado por ser "profano", sin aprecio alguno de lo espiritual. Los "Esaú" pueden parecer "simpáticos" y llevar gente tras sí, pero no dejan de ser "raíces de amargura", pues el que no arraiga su vida en el suelo y subsuelo de la obra de Dios no puede alimentarse más que de las provisiones de Satanás, y el mal árbol no puede dejar de llevar fruto venenoso.

Los dos montes (He 12:18-24)

La palabra inicial de esta sección, "porque", relaciona las exhortaciones pasadas a las condiciones básicas de la nueva vida de los creyentes, pero esta vez el escritor no busca sus ejemplos en el tabernáculo y sus servicios, sino que vuelve los ojos al "monte Sinaí", que contrasta con el "monte Sión". El estudiante debiera volver a leer los capítulos 19 y 20 del Exodo para comprender la descripción del monte Sinaí en el momento de darse la ley. Dios había tratado a su pueblo con pura gracia al librarles de Egipto, soportando sus murmuraciones durante las primeras etapas de su viaje y llevándoles como si fuera sobre "alas de águila" para unirles a sí mismo. Pero luego vino la "prueba de la ley", que el pueblo aceptó con gran inconsciencia de su propia debilidad al decir: "Todo lo que Jehová ha dicho haremos" (Ex 19:8). En seguida la escena cambia, pues sobre la base de las "obras" Dios tuvo que revelar su santidad, su justicia y sus juicios. Tomando como un hecho real su profesión cristiana (como lo era para la mayoría), el autor declara que los hebreos no habían llegado al tal "monte", sino a la nueva esfera de gracia en Cristo; pero no por eso había de rebajarse la norma de obediencia, sino, todo lo contrario, su testimonio había de elevarse a las alturas celestiales que correspondían a las nuevas bendiciones.

El monte Sinaí (He 12:18-21)

El monte no se nombra aquí, pero las indicaciones son clarísimas. Notemos sus características: era palpable, o sea, material, de este mundo, en contraste con el carácter espiritual del Sión celestial; ardía en fuego, por manifestarse allí la ira de Dios contra el pecado; se rodeaba de oscuridad y de tinieblas, ya que un pueblo que acepta un pacto de obras no puede percibir la gloria de la gracia de Dios; hubo torbellino, pues las actividades de Dios se manifestaban de forma destructiva en vista del pecado sin cubrir; se oía el sonido de trompeta, el anuncio de un heraldo angélico que precedía la proclamación de las majestuosas palabras de la Ley; por fin se oyó la voz de palabras por la que Dios mismo hacía audibles las exigencias de su santísima voluntad frente al pueblo pecador.
El pueblo oía la voz con espanto, pues ni una bestia inocente podía acercarse al monte sin ser apedreada, que indicaba la distancia entre el Dios de justicia y el pueblo pecaminoso. Hubo una nota de queja en su actitud: "La cual (voz) quienes la oyeron rogaron que no se les dijese una palabra más; porque no podían sobrellevar lo que se encargaba: Y aun si una bestia tocara el monte, será apedreada". Con todo ello, históricamente el pueblo no aprendió la lección fundamental y, a pesar de su temor y temblar ante el monte, renovaron por dos veces la promesa de cumplir lo que Dios había dicho: promesa que degeneró casi en seguida en la rebelión criminal de la adoración del becerro de oro. Se percibe, pues, una mezcla de temblor ante las manifestaciones externas de la naturaleza de Dios, y un deseo de huir de la majestad y de la gloria que les abrumaban, al par que mantenían la locura de su confianza propia. Aun en aquellos primeros momentos no sabían aprender la lección primordial de la ley, que es la de dar el conocimiento del pecado.
El dicho de Moisés que se cita en el versículo 21 no se halla en el Pentateuco, pero, sin duda, refleja una antigua tradición y remata bien la descripción de la terribilidad de la gloria de Dios, ya que el hombre con quien Dios hablaba "cara a cara" se hallaba espantado y temblando.

El monte de Sión (He 12:22-24)

La mención del monte de Sión aquí, en sentido obviamente espiritual, no nos autoriza para "espiritualizar" toda mención del mismo en las profecías del Antiguo Testamento, que han de entenderse, como siempre, según el contexto y la intención original del profeta. Aún habrá bendiciones en el monte de Dios, la Jerusalén material, pero es natural que, al describir los autores inspirados del nuevo pacto las glorias de la esfera espiritual, hagan uso metafórico de los nombres de los lugares sagrados de Jerusalén para simbolizar aquello que trasciende todo lo material. El pasaje que revela mayor analogía con éste es (Ga 4:21-30), donde, en el curso de una intrincada alegoría, Pablo compara la "Jerusalén actual" —sede, a la sazón, del judaísmo legalista— con la "Jerusalén de arriba", que es "libre" y "nuestra madre", siendo la esfera de la gloriosa libertad de los hijos de Dios por fe en Cristo.
Sión era originalmente un monte separado de Moria, donde el templo fue edificado, pero, pasando los siglos, esta diferencia se borró y "Sión" simbolizaba la esfera del verdadero reino de David, asociado con el culto puro del templo ordenado por Dios, y por eso "Moría" se menciona pocas veces y "Sión" muchísimas. Aquí es la esfera de gracia, en marcado contraste con Sinaí, símbolo de la ley. Hemos de notar el tiempo del verbo en el versículo 22, "mas os habéis llegado", que determina bien que no se trata aquí de promesas escatológicas, sino de la realidad de la vida espiritual de los cristianos hebreos; un aprecio de estas maravillas les habría salvado de toda inclinación de volver a las formas materiales del judaísmo. Simbólicamente hemos salido aquí del "santuario" para pasearnos por la "ciudad" contemplando el nuevo reino, pero todo se presta igualmente a subrayar las exhortaciones y amonestaciones del siervo de Dios frente a la necesidad espiritual de los hebreos.
"La ciudad del Dios viviente, la Jerusalén celestial". Vimos en el capítulo 11 que Abraham buscaba "la ciudad que tiene los fundamentos cuyo arquitecto y hacedor es Dios", y notamos entonces que los planes de Dios incluyen la vida ordenada de su pueblo en una perfecta sociedad. En el capítulo 21 del Apocalipsis se revela la "ciudad" como centro de la nueva creación, definiéndose como "la esposa, mujer del Cordero", o sea, la Iglesia glorificada (Ap 21:9-10). Pero lo que se manifestará en su plenitud algún día, es ya una realidad espiritual a la cual hemos llegado. Es la ciudad del Dios viviente, frase que la relaciona estrechamente con su arquitecto y hacedor, cuya eternidad garantiza la permanencia de su ciudad.
"Decenas de millares de ángeles en festiva convocación" (He 12:22). El escritor contempla aquí toda la obra de Dios, y nota nuestra relación actual con las vastas esferas de los espíritus obedientes, aquellos ángeles a quienes ya hemos contemplado como ministros que sirven a los herederos de la salvación. Forman parte del "reino inmóvil" que luego se ha de nombrar, y su mención aquí nos ayuda a despreciar lo meramente material, elevando nuestra vista a las maravillosas operaciones de la voluntad de Dios en inmensas regiones de poder y de gloria. Existe una duda sobre si "la festiva convocación" ha de entenderse en relación con los ángeles, o separadamente, pero lo importante es que notemos que la palabra significaba una fiesta de alegría y de triunfo, y así nos recuerda la victoria final sobre todos los obstáculos que parecían tan imponentes a la poca fe de los hebreos.
"La Iglesia de los primogénitos que están inscritos en los Cielos" (He 12:23). Todas las palabras de esta frase merecen nuestra atención. La "Iglesia" es la compañía de los redimidos, asociados con Cristo, la "cabeza", y unidos con él, y los unos con los otros, por el fuerte lazo del Espíritu Santo. Se declara que es "Iglesia de los primogénitos" por su asociación con el "Hijo Primogénito", y muy especialmente por su enlace con Cristo como "el primogénito de entre los muertos" (Col 1:18), pues la resurrección inaugura la nueva creación. (Véase nota al final del capítulo.) De la forma en que los primogénitos de Israel disfrutaban de privilegios especiales en cuanto a la herencia, al par que les correspondían responsabilidades extraordinarias por el hecho de su redención en Egipto, así los miembros de la Iglesia se colocan jerárquicamente en un lugar privilegiado en la nueva creación por aquella íntima asociación con Cristo que es el tema de la epístola a los Efesios. Pero no hay privilegios sin las responsabilidades correspondientes, y los hebreos habían de aprender cómo vivir a la altura de su vocación celestial. "Inscritos en los cielos" recuerda la manera en que el Maestro subrayó la importancia de estar incluido en la "lista" celestial, cuando los discípulos notaban con asombro que, en el nombre de Jesús, aun los espíritus inmundos tenían que sujetarse a ellos. "Pero no os regocijéis de que los espíritus se os sujetan —responde Cristo—, sino regocijaos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos" (Lc 10:20). Destacó así la maravilla de la nueva filiación celestial de los discípulos, que denotaba el fin de su asociación con un mundo condenado y la realidad de su ciudadanía en el cielo. Estúdiense pasajes análogos que se hallan en el (Sal 87) (Fil 3:20) (Ap 3:5) (Ap 13:8). Los israelitas tenían que llevar con sumo cuidado las genealogías (véanse las muchas en los primeros capítulos de 1 Crónicas), y quienes no podían trazar su ascendencia perdían sus privilegios (Esd 2:62). El que tiene su nombre inscrito en los registros del cielo, como miembro de la gloriosa compañía de los "primogénitos", no ha de temer la pérdida de la herencia, pero si ha de preocuparse de su alto privilegio con "temor y temblor", no sea que deshonre su vocación celestial.
"Dios, el Juez de todos" (He 12:23). Habríamos esperado hallar aquí el dulce nombre de "Padre", ya que se trata de la relación tan íntima que se ha formado entre los "primogénitos" y su Señor, pero la frase surge del contraste con el monte de Sinaí, y la verdad que señala es alentadora. El pueblo al pie del monte, al ver la revelación del Dios de justicia, no podía acercarse, y notaba con dolor y disgusto la distancia que se había de guardar, pero nosotros hemos llegado ya a Dios, el Juez de todos. No solamente somos recibidos por un Padre amante, sino que, sobre la base del perfecto sacrificio que fue descrito en los capítulos 9 y 10, podemos estar confiados y en perfecta paz en la presencia del Juez mismo, quien ya no tiene nada contra nosotros. Lejos de asustarnos, el título de "Juez" llega a ser la garantía de que ha de llegar a su fin toda la injusticia que ahora nos aflige en el mundo.
"Los espíritus de los justos hechos perfectos" (He 12:23). A nuestro parecer (que no es el de todos los expositores), esta frase ha de interpretarse a la luz de (He 11:40), donde, con referencia a los héroes de la fe de la antigua dispensación, el autor hizo constar: "Habiendo provisto Dios alguna cosa mejor respecto de nosotros, a fin de que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros". Se nota la superioridad del régimen de gracia que se debe a la asociación directa e inmediata de los "primogénitos" con Cristo, ya manifestado como Salvador y Señor, de tal forma que el menor de los santos en esta etapa de la obra de Dios es "mayor" —en cuanto a sus privilegios— que Juan el Bautista, a pesar de la grandeza moral del precursor (Mt 11:11). Pero la imperfección de lo antiguo no es permanente; se ha manifestado ya la base sobre la cual Dios pudo bendecir a los "justos" del Antiguo Testamento, introduciéndoles en las esferas de gloria que corresponden a los pensamientos de Dios en orden a ellos (Ro 3:25-26). No serán la "esposa", pero los amigos del esposo se regocijan igualmente al contemplar todo el alcance de los planes divinos llevados a cabo en la persona del gran Siervo de Jehová (Jn 3:29). Es un error suponer que la nueva creación ha de ser "igualitaria", en el sentido de que toda bendición para todos ha de concentrarse en la Iglesia. La plenitud de Dios se revela a través de la diversidad de sus obras, y habrá amplias y numerosas "provincias" en su Reino, que es mucho más extenso que la "Iglesia", bien que ésta será el centro y "corazón" del Reino inmóvil. A nuestro modo de ver, pues, los "espíritus de los justos hechos perfectos" son los santos del Antiguo Testamento que ya entran en su esfera de bendición y de gloria sobre la base de la obra de Cristo, y dentro de la perfecta confraternidad de todas las partes del Sión celestial.
"Jesús, el Mediador del nuevo pacto" (He 12:24). Está implícito aquí el contraste entre Jesús y Moisés, por una parte, y el pacto nuevo y el antiguo, por otra. Moisés mediaba el antiguo pacto, espantado y temblando por la majestad de la presencia de Dios frente a la terrible debilidad del pueblo. Más tarde, cuando el tabernáculo fue levantado y la voz se oía por encima del propiciatorio, que hablaba de la persona y la obra expiatoria de Cristo, Moisés podía llevar a cabo su labor de mediador en condiciones de más calma, pero todavía el Lugar Santísimo fue lugar terrible por manifestarse allí la gloria de la presencia de Dios (Nm 7:89), como hemos visto al considerar el día de las expiaciones.
En contraste con ello, recordemos cuánto se ha dicho de la entrada del Señor Jesucristo en el "verdadero tabernáculo" donde, como Hijo, ejerce sus funciones "en su casa". En la descripción de la celestial Sión las características más importantes —el mediador y la sangre de expiación— se han guardado hasta el fin de la lista, pues no habría para nosotros ni "ciudad", ni comunión con seres angelicales, ni lugar en la lista de los primogénitos, ni acceso confiado al Juez de todos, si no hubiéramos llegado antes a "Jesús, el mediador del nuevo pacto" que entró allí llevando simbólicamente su propia sangre. El reúne en su persona todos los atributos de Moisés (el adalid, organizador y portavoz de Dios) con aquellos otros de Aarón que actuaba como sumo sacerdote, pero llevado todo ello al altísimo plano de lo espiritual y lo eterno. Y notemos que, en el ejercicio de tan sublimes funciones, se le da el nombre de Jesús, ya que es su sagrada humanidad que le capacita para representarnos allí, y el dulce nombre humano aumenta nuestra confianza al comprender que tenemos nuestro lugar, como hijos y como ciudadanos, en las glorias de Sión.
"La sangre rociada que habla mejor que la de Abel" (He 12:24). Vimos anteriormente que Moisés tuvo que anticipar el significado del ritual levítico después de oír el pueblo las primeras palabras de lo alto del monte, rociando al pueblo con sangre (Ex 24:5-8): simbolismo que hacía posible que el pueblo viviera frente a Dios y bajo la ley, ya que representaba la perfecta expiación de la Cruz. En nuestro "monte" de bendición todo ser se ha apropiado la "sangre", que es el valor total de la vida ofrendada por nosotros en el Calvario y que habla de la perfecta satisfacción de los requerimientos de la justicia de Dios en orden a nosotros. ¡Elocuente voz que pregona perdón y paz por el valor del sacrificio de Cristo!
La última frase puede leerse: "que habla mejor que Abel" o "que habla mejor que la de Abel". El primer sentido correspondería a la voz de Abel de (He 11:4): "muerto, aún habla por ella", o sea por el testimonio de su fe. El contexto aquí es muy diferente sin embargo, y el contraste entre Sinaí y el monte espiritual de Sión exige que entendamos que la sangre del rociamiento habla de perdón, mientras que la de Abel clamaba a los oídos de Dios por venganza (Gn 4:10). Es una de las "mejores cosas" de la epístola, y la voz, la bendita proclamación del valor de la sangre de expiación, resuena por todo el ámbito de la nueva creación, reconociéndose como la "carta magna" que garantiza la perfecta felicidad de las innumerables huestes de los redimidos. La voz halla eco en la boca de los santos que exclaman: "Digno eres... porque fuiste inmolado, y con tu sangre redimiste para Dios hombres de toda tribu, y lengua, y pueblo, y nación..." (Ap 5:9).

El Reino inmóvil (He 12:25-29)

Las exhortaciones y las amonestaciones se renuevan en esta corta sección sobre la base del contraste que acabamos de considerar entre el Sinaí y el monte de Sión, pues si juicio hubo para los rebeldes a la voz que resonó en la esfera limitada del Sinaí, ¿cuál no será el juicio de quienes entienden la voz que proclama la realidad eterna y espiritual y aún se hacen sordos a ella? Esta exhortación se parece mucho a la que estudiamos en (He 2:1-4).

La voz del que habla desde los cielos (He 12:25)

Como hemos visto, los israelitas al pie del monte Sinaí no querían escuchar la voz, "excusándose". Tras sus ligeras promesas de obediencia se escondía una verdadera "desgana" frente a la Palabra, que pronto se echó de ver en el culto del becerro de oro. Todo ello motivó el castigo que se describe en (Ex 32:26-28), y que se hizo más extensivo más tarde cuando se pronunció la sentencia de que toda aquella generación, menos Josué y Caleb, había de morir en el desierto.
La minoría rebelde dentro del grupo de los cristianos hebreos habían entendido perfectamente la voz del nuevo pacto, pero se hacían sordos a ella y querían llevar tras sí a los cristianos flojos. ¡Qué responsabilidad más terrible la de desechar la voz y la persona que hablaba desde la esfera celestial, no quedando otro mensaje posterior de salvación para ellos! Deben prestar atención los apóstatas de todos los tiempos y temblar, pero también hay un mensaje aquí para nosotros, pues a menudo somos culpables de escuchar "a medias" la voz de Dios en la nueva dispensación, aceptando la oferta de la salvación eterna, pero rechazando egoísta y carnalmente el llamamiento al discipulado y al servicio. Escuchemos bien, por lo tanto, para comprender cómo deshonramos "al que habla" por nuestra obediencia parcial, nuestro testimonio defectuoso y por atrasar más que adelantar los planes de Dios en su Reino.

La mudanza de las cosas movibles (He 12:26-28)

¿Quién se preocupa y se afana por algo que ha de desaparecer dentro de un breve plazo claramente señalado? No es sólo la dignidad de la persona que habla de los cielos que debiera conmover los corazones de los hebreos, sino también el hecho de que las cosas presentes son temporales, y que Dios ha anunciado claramente el fin de ellas como de "cosas movibles". La cita de (Hag 2:6) debiera leerse en su contexto, cuando se verá que el profeta se dirigía al resto que volvió a Jerusalén desde Babilonia, pero éstos, lejos de entregarse con todas sus energías a la reedificación del templo, se preocupaban de sus casas y campos, haciéndose aquellos "sacos rotos" que eran incapaces de retener el tesoro que ansiosamente buscaban. El profeta recibió un mensaje sobre la venida del Mesías en gloria, en el curso del cual habló de que Dios había de "conmover" o "sacudir" todo lo material, y no sólo la tierra, sino los "cielos". Aquí la "tierra y los cielos" indican la totalidad del universo tal como nosotros lo conocemos, y debiéramos leer también la profecía de la gran "mudanza" tal como se describe por Pedro en (2 P 3), apuntando el apóstol la misma lección espiritual que hallamos aquí.
"El reino inconmovible" se ha descrito en (He 12:22-24), así que es algo que recibimos ahora, pues lo que se ve es temporal, y lo que no se ve —que Dios prepara sobre la base de la obra de Cristo— es lo eterno y seguro. Ahora bien, según las lecciones del capítulo 11, este reino se percibe y se aprecia por el principio de la fe que se goza en lo que Dios ha revelado, pero lo "invisible" de hoy se manifestará plenamente en un porvenir muy próximo, y la sabiduría espiritual consiste en "echar mano a la vida eterna", con el fin de ordenar nuestro pensar y nuestro obrar en conformidad con el plan eterno de Dios.

El Dios nuestro es fuego consumidor (He 12:29)

Esta descripción de nuestro Dios es impresionante y debe producir en nosotros aquella reverencia y santo temor que son propios de la criatura en la presencia del Eterno. A la vez hemos de comprender que se destaca aquí la bendición de quien vive en su presencia, de la manera en que el título de "Juez de todos" en (He 12:23) no servía para que tembláramos, sino para que tuviéramos una gozosa confianza en su presencia. La frase hace eco de (Is 33:14-17): "¿Quién dé nosotros morará con el fuego consumidor? ¿Quién de nosotros habitará con las llamas eternas? El que camina en justicia y habla lo recto...". El poder morar con el fuego consumidor es el privilegio de los redimidos, cuyos pecados se han perdonado por la sangre de Cristo, y quienes se regocijan en las manifestaciones de la santidad del Eterno, que, por otra parte, significan la perdición del pecador. ¡Que se quemen las escorias y que nuestra vida en Cristo sea conforme con la manifestación de la majestad y la pureza de nuestro Dios!

Culto agradecido (He 12:28-29)

La exhortación positiva recalca nuestro privilegio como "creyentes sacerdotes". La revelación de quién es nuestro Dios, con cuanto ha hecho a nuestro favor en la persona de Cristo por la sublime operación de su gracia salvadora, debiera movernos a un culto agradecido, que une la confianza de los hijos con la reverencia y el "santo temor" de los adoradores que han vislumbrado la majestad del Dios eterno. La versión R.V. habla de "servir a Dios agradándole", mientras que la versión H.A. traduce: "para ofrecer... a Dios un culto agradable". Hay base para los dos conceptos, pues el verbo del original, "latreuo", indica aquel elevado servicio de los sacerdotes en el tabernáculo. Movidos por una gratitud profunda a nuestro Dios y Salvador, debiéramos adorarle mientras servimos, y servirle por medio de nuestra adoración.

NOTA ESPECIAL

El "Primogénito" y los "primogénitos"
Al comentar el versículo 6 del primer capítulo notamos que el término "primogénito", aplicado al Hijo, no significa un principio de vida esencial posterior a la del Padre. En este capítulo hallamos la palabra en plural aplicada a la Iglesia de los primogénitos, y conviene hacer un intento por aclarar más el concepto, y mayormente en vista de que se ha tergiversado por sectas herejes.
Si el término se aplicara a la esfera natural de los hombres, significaría, desde luego, un ser engendrado antes que otros en un punto definido de tiempo, pero es peligroso intentar utilizar las metáforas que Dios se digna darnos con el fin de ayudarnos a comprender algo del misterio de su persona —tan superior y distinta a todo lo creado— para luego reducir la Deidad a las limitaciones humanas del término. Así el término Hijo, aplicado a la segunda persona de la Trinidad, denota una comunidad de esencia con el Padre, con distinción de "persona", pero no indica la existencia anterior del Padre, como sería el caso dentro de las limitaciones humanas. Dios, en su gracia, se vale de palabras humanas para iluminar en lo posible un misterio en sí inefable, trascendente o inexpresable, y no hemos de confundir lo humano y lo divino al hacer uso de tales conceptos. El Hijo-Verbo "era" y "existía", "en el principio", con Dios, como consideramos al estudiar sus glorias en los primeros versículos de esta epístola. Su humanidad tuvo un principio como hijo "primogénito" de María (Lc 2:7), pero el término "primogénito" en otros contextos ha de entenderse de otra manera si hemos de ser fieles a todo lo revelado en las Escrituras sobre el Hijo Eterno.
El "primogénito" en el Antiguo Testamento gozaba de privilegios especiales, era "anterior" en relación con los hermanos que después nacieran. En este sentido de preeminencia y de superioridad a todo lo creado se aplica el título a nuestro Señor y no ha de emplearse para limitar su ser, cuya eternidad se destaca claramente en otros pasajes.
"Primogénito de toda creación" (Col 1:15)
Se le ve aquí en su posición de absoluta superioridad sobre todo lo creado, y los versículos siguientes aclaran que es el creador de todo, tanto de las cosas invisibles como de las visibles, sin que exista excepción alguna, y Dios solo es creador.
"Primogénito de entre los muertos" (Col 1:18) (Ap 1:5)
La primera creación se manchó por el pecado, y no puede continuar su existencia indefinidamente. Dios trajo todo lo que era pecado, todo lo temporal, todo lo "humano" (en sentido pecaminoso) a su fin absoluto en la Cruz de Cristo, donde el Dios-Hombre recibió el golpe de la muerte total. En su resurrección "de entre los muertos" inaugura una nueva creación basada enteramente sobre la perfección de su persona y obra, y que no puede fallar nunca. De la manera en que tuvo absoluta prioridad sobre la primera creación, siendo el creador de todo, así tiene absoluta superioridad y anterioridad respecto a la nueva creación, que es su obra de forma tan especial y única. He aquí el significado de la frase "El primogénito de entre los muertos".
"El primogénito entre muchos hermanos" (Ro 8:29)
La primera raza creada a la imagen y semejanza de Dios fracasó en la caída, pero el propósito de Dios no puede quedar frustrado. Por la obra de la Cruz y de la resurrección como base, hecha efectiva en la vida de los creyentes por la potencia del Espíritu Santo, se crea otra raza, cuyos miembros reflejan la gloria y la semejanza del Hijo, que son las de Dios. De esta "familia" el Hijo es necesariamente el "primogénito": el que ocupa la posición de absoluta preeminencia respecto a todos aquellos a quienes redimió.
"Cuando introduce por segunda vez al Primogénito en el mundo" (He 1:6)
Véase el comentario de este curso en el sitio indicado. Se trata de la preeminencia del Hijo en relación con el cumplimiento de todas las promesas de Dios en orden a este suelo en el milenio.
"La Iglesia de los primogénitos" (He 12:23)
Véase el comentario arriba. Todos los salvos de la nueva creación deben su vida y su felicidad a la muerte y la resurrección de Cristo, pero la Iglesia surgió en relación inmediata con este magno acontecimiento, según la relación de los finales de los Evangelios y los primeros capítulos de los Hechos. Los miembros de la Iglesia son, pues, los "primogénitos", o las "primicias de sus criaturas" (Stg 1:18), por su enlace directo y completo con el "Primogénito de entre los muertos". Como hemos visto, se distingue la Iglesia de los primogénitos de "los espíritus de los justos hechos perfectos" en el pasaje que hemos estudiado, bien que éstos también se hallan en la Sión celestial.

Temas para recapacitar y meditar

1. Discurra sobre la finalidad de la disciplina del dolor según las enseñanzas de (He 12:4-13).
2. ¿Cuál fue el pecado de Esaú, y por qué se le aduce como ejemplo en la amonestación de (He 12:15-17)?
3. "Sino que os habéis acercado al monte de Sión" (He 12:22). Discurra sobre esta frase, con referencia a su contexto total.
Copyright ©. Texto de Ernesto Trenchard usado con permiso del dueño legal del copyright, Centro Evangélico de Formación Bíblica en Madrid, exclusivamente para seguir los cursos de la Escuela Bíblica (https://www.escuelabiblica.com).

Comentarios

Argentina
  Mabel Cabral  (Argentina)  (26/02/2022)
Muchas gracias al Señor Dios y Padre del Señor Jesucristo, por conservar a siervos fieles a Su voz. Que el Señor les siga utilizando para la edificación de su iglesia hasta que Él venga a buscarnos. Amén.
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