Estudio bíblico: El hombre con lepra - Mateo 8:1-4

Serie:   Los milagros de Jesús   

Autor: Roberto Estévez
Email: estudios@escuelabiblica.com
Uruguay
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El hombre con lepra (Mt 8:1-4) (Mr 1:40-45) (Lc 5:12-16)

Aquel día parecía que iba a ser como otro cualquiera para ese pobre hombre aquejado por una de las enfermedades más terribles que ha afectado a la humanidad.
Sin duda que él se acordaba con dolor de cuando le apareció aquella mancha en la piel. Lo que parecía algo insignificante empezó a crecer y a extenderse. Con cuánto miedo imaginamos que fue a ver al sacerdote, quien tras examinarle pronunció las terribles palabras: ¡Es lepra!
Probablemente lo hubiera sospechado; sin embargo conservaba la esperanza al igual que nosotros hoy día, cuando esperamos que dé negativo el resultado de la biopsia hecha por el cirujano. Ojalá no haya tumor, y de haberlo, que no se haya extendido mucho. Pero aquel fatídico día recibió la respuesta tan temida. Ahora debía dejar la casa, familiares y conocidos, pues tal enfermedad en Israel exigía el aislamiento.
Pero vayamos al texto de (Lc 5:12): "Aconteció que, estando Jesús en una de las ciudades, he aquí había un hombre lleno de lepra. Él vio a Jesús, y postrándose sobre su rostro, le rogó diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme".
Observemos que la Escritura nos dice: "estando Jesús en una de las ciudades". No se nos dice en cuál, porque eso no era lo importante, así como tampoco el nombre del leproso. El hecho de que las Escrituras generalmente no proporcionen los nombres hace que tales individuos en cierto modo también sean representativos. Sí tenemos el nombre del ciego Bartimeo; pero no los de la hija de Jairo, el del hijo de la viuda de Naín, la mujer samaritana, el ciego de nacimiento y el paralítico de Betesda.
Lo que parecería una estadía fortuita del Señor en esa ciudad estaba ya determinado en el perfecto plan de Dios, que incluía su estancia allí para sanar a este hombre tan necesitado. ¡Qué bueno es saber que Dios tiene un propósito en nuestra vida! Pablo dice que Dios lo apartó desde el vientre de su madre y le llamó por su gracia (Ga 1:15).
Volviendo a nuestro capítulo, se nos dice que "he aquí había un hombre lleno de lepra", es decir, no era un caso incipiente sino ya muy avanzado. Las marcas y desfiguraciones de esta temible enfermedad se veían por todas partes. El sólo mirar el rostro de este hombre horrorizaría a cualquiera. Pero adentro de ese cuerpo distorsionado estaba el corazón de un hombre con una esperanza. Había escuchado de Jesús de Nazaret y de sus milagros.
"Él vio a Jesús, y postrándose sobre su rostro, le rogó diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme" (Lc 5:12). Observemos su posición: se postró sobre su rostro. No había otra posición que mostrara mejor su tremenda humillación. Quizás así podía ocultar las llagas y cicatrices que cubrían su cara. Los discípulos retroceden con miedo ante el hombre mutilado por la enfermedad y con un aspecto realmente repugnante, o quizás como nosotros, que tememos del contagio. Desde su posición, pronuncia las palabras: "Señor, si quieres, puedes limpiarme". Esto fue un ruego; el tono de su voz no expresa orgullo ni reclamo alguno. Yo creo que en esa breve frase hay tanto dolor, tanta angustia, que cuesta expresarla. Notamos que no dice: "si puedes", pues sabe que el Señor sí puede. ¡Cuántas veces los médicos quisiéramos hacer un milagro, pero no podemos! Este caso es demasiado difícil. La enfermedad está demasiado avanzada. Pero aun así él dijo: "Señor, si quieres, puedes limpiarme". El siguiente versículo nos dice: "Entonces extendió la mano y le tocó diciendo: Quiero. ¡Sé limpio!. Al instante la lepra desapareció de él". El Señor podría haberlo curado con tan sólo su palabra; tan sólo haberlo dicho y hubiera quedado limpio; pero lo tocó. Aquel hombre, al que nadie hubiera querido tocar, el Señor sí lo tocó. Por su palabra le curó de la enfermedad. Al tocarlo le restauró su dignidad. Yo creo que aquellos discípulos prontos a alejarse, ya no tendrían problema en darle un apretón de manos, pues el Maestro lo había tocado. Es que se había producido un milagro espectacular. Las deformaciones del rostro, esas partes con los tejidos perdidos por el efecto destructivo de la enfermedad, habían vuelto a la normalidad. La piel no mostraba más las ominosas manchas.
El (Sal 33:8-9) declara: "Tema a Jehová toda la tierra; témanle todos los habitantes del mundo. Porque él dijo, y fue hecho; él mandó, y existió". También en (Ez 36:25-27) leemos: "Entonces esparciré sobre vosotros agua pura, y seréis purificados de todas vuestras impurezas. Os purificaré de todos vuestros ídolos. Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros. Quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré mi Espíritu dentro de vosotros y haré que andéis según mis leyes, que guardéis mis decretos y que los pongáis por obra".
El Señor Jesús dijo: "Quiero. ¡Sé limpio!". El milagro se produjo de inmediato y es obvio que lo que había sucedido era realmente sobrenatural. Nunca me olvidaré cuando siendo joven visité un hospital de leprosos en una ciudad de Sudamérica. Iba acompañando a un hermano unos 40 años mayor que yo. Queríamos hablarles del evangelio del amor de Dios, leer las Escrituras y cantar algún himno. Cuál fue mi sorpresa cuando mi compañero, un sencillo pero fiel creyente en el Señor, fue extendiendo su mano saludando a uno y otro leproso. Nunca me olvidaré de sus palabras: "Si no estamos dispuestos a estrecharles la mano, realmente no deberíamos estar aquí". Esas palabras me sonaron como un desafío, probando cómo a veces queremos aislarnos en nuestro pequeño mundo muy feliz. Con mucho temor también extendí mi mano a esos hombres y mujeres, sabiendo que muy pocas personas se atreverían a ello, debido al miedo infundido por la lepra.
La lepra se caracteriza no sólo por afectar la piel sino también los órganos internos, muy especialmente las terminaciones nerviosas. Como resultado de esto, las manos, los brazos y los pies se vuelven insensibles. Un leproso puede lastimarse y estar sangrando sin darse cuenta, pues no percibe el dolor. Podría estar quemándose las manos con algo muy caliente sin siquiera notarlo, con lo que agregaría todavía más cicatrices a las de la enfermedad.
Cuando el Señor Jesús lo curó, lo sanó completamente; es decir, todas las manifestaciones internas de la enfermedad también fueron sanadas.
Creo que el hombre recuperó la misma sensibilidad en todo su cuerpo, tal como antes de enfermarse.
Por supuesto que esto nos hace pensar en lo que hace el pecado en el ser humano.
Destruye en forma progresiva; aísla, separa y también actúa sobre la conciencia con efecto destructor, por eso la Escritura habla de los que tienen cauterizada la conciencia.
Los años podían pasar, y muchos de los hombres de aquella ciudad se acordarían de cuando Jesús de Nazaret pasó por allí con sus discípulos.
Unos podrían decir: "¡Yo lo vi!". Otros: "Yo lo escuché con atención ¡y qué precioso su mensaje!". Pero habría un hombre que podría decir: "Él me tocó, y todo mi ser fue inmediatamente transformado".
Hemos imaginado la actitud de los discípulos al ver a este hombre con su aspecto grotesco; pero miremos ahora a Jesús de Nazaret. Él lo miró con dulzura y amor. Él no se asustó de ese rostro carcomido por la lepra.
En los ojos del Nazareno se podía ver algo que era tan difícil de expresar, como un maravilloso amanecer. Es que Jesucristo no es un superhombre que puede hacer supercirugía y supercuraciones sin siquiera conmoverse. Muchas veces los que trabajamos en los hospitales vemos día tras día casos muy dolorosos; es como si nos acostumbráramos a ello o, si prefieren, como si quedáramos inmunizados frente al dolor. Es que hemos visto tantas veces lo mismo, que no queda otra opción que practicar la operación que corresponde. Pero no es así con el Hijo de Dios. Él ha visto muchos enfermos, pero cada uno de ellos hace vibrar las fibras de su corazón: En (Jer 4:19) leemos: "¡Ay, mis entrañas, mis entrañas! Me duelen las paredes de mi corazón. Se conmociona mi corazón dentro de mí...". El ex leproso ahora podía decir: "Cuando él me tocó, acabó mi soledad; pude volver a mi familia. Cuando me tocó, manchas y cicatrices desaparecieron; así como las desfiguraciones de la enfermedad. Tan solo me tocó y volvió mi sensibilidad perdida".
¡Qué significativas las palabras de (Is 53:3-4)!: "Fue despreciado y desechado por los hombres, varón de dolores y experimentado en el sufrimiento. Y como escondimos de él el rostro, lo menospreciamos y no lo estimamos. Ciertamente él llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores. Nosotros le tuvimos por azotado, como herido por Dios, y afligido". La misma imagen la hallamos en el (Is 63:9): "En toda la angustia de ellos, él fue angustiado...".
Por mucho tiempo yo no les presté mucha atención a estas frases y las interpretaba simplemente pensando que expresaban falta de aprecio, y el sufrimiento en un sentido simbólico, hasta que un día leyendo la historia del leproso me di cuenta del significado de "como escondimos de él el rostro". No significaba solamente que no lo miramos, sino, por así decirlo, no lo miramos por la sensación violenta que produce en nosotros la vista de algunas cosas que son repulsivas. Nunca me olvidaré cuando siendo un joven estudiante de medicina vino a la sala de emergencia un hombre cuyo automóvil había sido destrozado por un tren del ferrocarril. El rostro de este hombre estaba tan herido que nunca me olvidaré de los horribles detalles. Sin duda que al mirarlo mi rostro expresó lo que en esas circunstancias sentimos. Probablemente me puse muy pálido y sentí como que a la vista de este hombre me iba a desmayar. Entonces el accidentado me dijo: "Doctor, ¿luzco yo tan mal para que usted ponga esa cara?". Y creo que tal es el significado de esta frase: "como escondimos de él el rostro". Lo vimos, no en las hermosuras del Rey de Gloria. Lo vimos, no en la belleza del príncipe cabalgando sobre justicia y verdad en el (Sal 45). Lo vimos en las palabras de (Is 52:14): "De la manera que muchos se asombraron de él, así fue desfigurada su apariencia, más que la de cualquier hombre; y su aspecto, más que el de los seres humanos".
Adam Clark comenta de (Is 53:4) que la Vulgata y otras traducciones antiguas interpretan: "Lo vimos como si fuera un leproso, un herido de Dios. Aquel que nunca hizo pecado, aquel que es tres veces santo, lo vimos como alguien de quien nos alejamos por las terribles deformaciones de la enfermedad".
Volviendo a nuestro hombre, me conmueven las palabras de (Mt 8:3): "Jesús extendió la mano y le tocó diciendo: Quiero. ¡Sé limpio!. Y al instante quedó limpio de la lepra". La curación fue absoluta; no quedó deformidad, cicatriz ni vestigio alguno.
¡Cuán precioso es pensar que un día los creyentes estaremos en la presencia de Dios y él nos verá en perfección! Lo que se malogró desde el pecado de Adán, finalmente en el propósito de Dios habrá de cumplirse, como leemos en (Ef 5:25-27): "como también Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella, a fin de santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua con la palabra, para presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa que no tenga mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que sea santa y sin falta" (Jud 1:24).
¿Se imaginan al leproso viéndose completamente curado? Así como todas las cicatrices debidas a la enfermedad desaparecieron.
Los capítulos 13 y 14 de Levítico están dedicados al asunto del diagnóstico de la lepra y su proceso, así como de la purificación del leproso. El reconocimiento de la lepra crónica llevaba a que quien la padecía fuera declarado inmundo, viéndose obligado a observar determinados cuidados profilácticos que también lo aislaban de su comunidad: "En cuanto al leproso que tiene la llaga, sus vestidos serán rasgados, y su cabeza será despeinada. Se cubrirá hasta la nariz y pregonará: ¡Impuro! ¡Impuro!. Todo el tiempo que tenga la llaga, quedará impuro. Siendo impuro, habitará solo, y su morada estará fuera del campamento" (Lv 13:45-46).
Nuestro hombre no sólo había estado enfermo por tantos años, sino que como era habitual en aquellos días, la gente creía que la enfermedad era consecuencia de algún pecado oculto. La idea aparece en el libro de Job, y queda expuesta en Juan 9 en relación con el ciego de nacimiento de quien la gente pregunta: "¿Quién pecó?".
Lo que para mí es incomprensible es que el Señor Jesús atendiera a este hombre leproso, al que la gente evitaba mirar.
Pero volvamos a nuestro relato en (Lc 5:13): "Al instante la lepra desapareció de él". Observemos que esta sanidad no fue un proceso prolongado, aunque viniera de mucho tiempo atrás. La enfermedad desapareció sin dejar secuela alguna en forma de manchas o cicatrices que hubieran perdurado el estigma de su condición anterior. La curación fue absoluta. Los bacilos de la lepra, o de Hansen, desaparecieron. Las lesiones producidas en los órganos internos también desaparecieron, así como las que afectaron las terminaciones nerviosas. Yo creo que la siguiente vez que el ex leproso se martilló un dedo gritó: "¡Aleluya!". Efectivamente, el dolor es nuestro aliado que nos avisa cuando algo en nuestro organismo no está bien, previniéndonos así de un peligro mayor.
El hombre ahora se miraba a sí mismo y no salía de su mezcla de asombro, gratitud y alegría: "¡Estoy limpio! ¡Jesús de Nazaret me ha curado! ¡Mi sueño que parecía imposible se ha realizado!".
Esta no es una sanidad como tantas de las actualmente publicitadas. Ésta es verdadera y total. No era un efecto psicológico de mejoría momentánea mientras la enfermedad proseguía su nefasta carrera.
Versículo 14: "Y Jesús le mandó que no se lo dijera a nadie; más bien, le dijo: Ve y muéstrate al sacerdote y da por tu purificación la ofrenda que mandó Moisés, para testimonio a ellos".
El hombre va y golpea la puerta de la casa del sacerdote:
— ¿Quién es?
— Soy... el leproso... bueno, ahora ya no pero antes sí...
— ¿Queeeé...? —nunca el sacerdote había visto ni oído caso igual—.
Tras la insistencia finalmente accede a revisarlo. Tras el examen de rigor observando detenidamente cara, brazos, piernas, tórax y abdomen, finalmente el cuerpo entero, la piel de este hombre no muestra rastro alguno de la enfermedad, antes bien, luce tersa y limpia como la de un niño.
Notemos en (Mt 8:4) las palabras: "no le digas a nadie".
El Señor Jesucristo no tenía interés de obtener publicidad por ese milagro. No le interesaba hacerse el centro de atención del lugar. Él hizo el milagro por amor al enfermo y no por otro propósito.
Vivimos en días en que hay mucho teatro religioso. Jesús de Nazaret nunca buscó la publicidad o el aplauso de los seres humanos.
A los dos ciegos de (Mt 9:30) también Jesús "les encargó rigurosamente diciendo: Mirad que nadie lo sepa". Sin embargo, "ellos salieron y difundieron su fama por toda aquella tierra" (Mt 9:31).
En (Mt 12:16) tenemos el mismo pensamiento con relación a sanidades de enfermedades que específicamente no se mencionan, y que el Señor Jesús encargaba que no lo descubrieran. El Señor Jesús no estaba para hacer teatro.

Temas para predicadores

La compasión de Jesucristo.
El poder de Jesucristo.
La condición del enfermo con lepra.
El toque del Señor Jesús.
La sorpresa del sacerdote.

Comentarios

Colombia
  Walter Ramos  (Colombia)  (15/09/2023)
Son de gran bendición las enseñanzas.
Colombia
  Walter Ramos  (Colombia)  (15/09/2023)
Muy agradecido por las enseñanzas, son muy edificantes.
Chile
  Miguel López  (Chile)  (08/12/2021)
Hermoso. Hay cosas que a uno se le olvidan, pero al Señor Jesús no, especialmente su amor por la humanidad. Dios le bendiga por su comentario.
Estados Unidos
  Eny  (Estados Unidos)  (28/06/2021)
Qué hermoso estudio, El espíritu Santo me tocó al leerlo y ha dejado un hambre en mi para seguir escudriñando su palabra, gracias hno por dejarse usar de una manera tan poderosa, bendiciones.
Colombia
  Irma Chery Montoya Moreno  (Colombia)  (16/06/2020)
Nunca antes había entendido tan claramente Isaías 53, maravilloso pasaje y maravillosa explicación, con ésta narrativa y ésta explicación, el Espíritu Santo ha tocado mi corazón hasta las lágrimas, que Dios lo bendiga hermano y que lo llene de sabiduría para que nos siga revelando con su narrativa la maravillosa obra de Dios para el mundo.
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