En la primera parte del evangelio hemos tenido ocasión de considerar mucho de la doctrina que Cristo predicó y de los milagros que llevó a cabo. Había llegado el momento de detenerse para ver cuánto habían comprendido de su significado.
Con esta finalidad, el Señor se retiró al distrito de Cesarea de Filipo y allí preguntó a sus discípulos acerca de la opinión que la gente tenía de él, y también la de ellos mismos. De su respuesta se desprende que el pueblo en general tenía un buen concepto de él, pero sin llegar a entender realmente quién era él. Por el contrario, los discípulos, después de un tiempo de endurecimiento, habían llegado a comprender que Jesús era el Cristo, tal como lo manifestó Pedro en representación del grupo.
Este era un enorme paso hacia adelante, pero todavía insuficiente, así que el Señor les mandó que no lo dijeran a nadie. La razón para esta prohibición, estaba en que aunque habían entendido que Jesús era el Mesías, sin embargo, su concepto de lo que esto significaba estaba muy lejos de los pensamientos de Dios. Para ellos, si Jesús era el Cristo, lo que había que hacer inmediatamente, era llevarlo a Jerusalén para que ocupara el trono de David su padre. Pero fue entonces cuando Jesús comenzó a enseñarles para asombro de todos, "que le era necesario padecer mucho, y ser desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y ser muerto, y resucitar después de tres días" (Mr 8:31).
Para los discípulos era incomprensible lo que Jesús les estaba diciendo: ¡Morir en lugar de reinar! Tanto chocaban estos conceptos en sus mentes, que Pedro se atrevió a reconvenirle acerca de tales ideas, lo que provocó una severa reprensión de Jesús (Mr 8:32-33). Su concepto del Mesías y su Reino sólo era concebido en términos de la fuerza, dinero y sabiduría humanas, pero el Señor tenía que enseñar a los discípulos, que el Reino no podía establecerse de esta forma en un mundo de pecado, sino a través de una muerte expiatoria. Así que, este será el tema central de su enseñanza en los próximos capítulos, mientras se dirige a Jerusalén para consumar su obra.
El pueblo judío nunca había olvidado a través de toda su historia que eran el pueblo escogido de Dios, y que por esta causa les correspondía un puesto especial en el mundo.
Ellos recordaban los días del rey David como la época más gloriosa de su historia, y soñaban con el día en que surgiera un descendiente suyo que volviera a llevar a la nación a aquellos días de gloria.
Sin embargo, según iba pasando el tiempo, se encontraron con que las diez tribus del norte de Israel fueron deportadas a Asiria, y que poco después los babilonios conquistaron Jerusalén y fueron llevados en cautiverio. A partir de ahí, habían estado constantemente bajo el dominio de diferentes imperios: los persas, los griegos, y por último los romanos.
En estas condiciones, cada vez veían más difícil la posibilidad de recobrar su independencia y gloria pasada por sus propios medios. Fue entonces cuando empezó a tomar fuerza la esperanza en la promesa mesiánica. Muchos judíos soñaban con el día cuando Dios interviniera para lograr por medios sobrenaturales lo que ellos no habían logrado de ninguna otra manera.
En el periodo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento se escribieron muchos libros que reflejaban bien este pensamiento. Muchos escritores hablaban de un Mesías sobrenatural que irrumpiría en este mundo para vindicar a su pueblo Israel y darles un dominio universal. Para ellos, el Mesías sería un gran conquistador que derrotaría a sus enemigos con poder y renovaría a Jerusalén para ser el centro del gobierno del mundo.
Y esta era la idea que también compartían los discípulos cuando declararon que Jesús era el Mesías. Sin duda, fue un gran paso identificar al carpintero de Nazaret con el Mesías glorioso que había de reinar sobre todo el mundo. Pero esta visión no tenía en cuenta otras porciones de las Escrituras que anunciaban con claridad los sufrimientos del Mesías (Is 53:1-12) (Dn 9:26).
No olvidemos tampoco, que Roma conocía bien todos estos pensamientos del pueblo judío, y que era muy sensible a cualquier posibilidad de revuelta que cuestionara su autoridad. En estas circunstancias, si los discípulos hubieran comenzado a publicar que Jesús era el Mesías en este sentido político, el resultado habría sido una terrible masacre.