Estudio bíblico: Incredulidad de los judíos - Juan 12:37-43

Serie:   El Evangelio de Juan   

Autor: Luis de Miguel
Email: estudios@escuelabiblica.com
España
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Incredulidad de los judíos (Juan 12:37-43)

Introducción

En estos versículos encontramos un resumen final de cuál había sido la actitud del pueblo judío, y especialmente de sus dirigentes, en cuanto al ministerio público del Señor Jesucristo. Tal como observamos inmediatamente, ellos habían manifestado una abierta incredulidad hacia él, que en muy pocos días les llevaría a pedir a Pilato, el gobernador romano, que Jesús fuera crucificado.
Ahora bien, esta cuestión encierra un asunto complejo. ¿Cómo fue posible que el pueblo escogido de Dios rechazara a su Mesías? ¿No indicaba esto que Jesús no podía ser el auténtico Mesías? Este ha sido un argumento que los judíos de todos los tiempos han seguido usando para justificar su incredulidad en Jesús.
El asunto es sin duda importante, y el apóstol Pablo trató ampliamente la misma cuestión en los capítulos 9 al 11 de Romanos, y aquí el evangelista Juan se siente obligado a abordar el mismo asunto.
En su respuesta, Juan citará al profeta Isaías, haciendo notar que la incredulidad y el endurecimiento de corazón habían sido características frecuentes entre el pueblo elegido de Dios. En realidad, se podrían haber aportado infinidad de citas más del Antiguo Testamento, puesto que los profetas constantemente tuvieron que denunciar la incredulidad de los judíos. Por ejemplo, en el capítulo 7 del libro de los Hechos, Esteban hizo un largo repaso histórico de esta actitud que caracterizó al pueblo de Israel constantemente, concluyendo de este modo:
(Hch 7:51-53) "¡Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros. ¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres? Y mataron a los que anunciaron de antemano la venida del Justo, de quien vosotros ahora habéis sido entregadores y matadores; vosotros que recibisteis la ley por disposición de ángeles, y no la guardasteis."
Si habían matado a los profetas que habían anunciado la venida del Mesías, no tenía nada de extraño que le mataran también a él cuando viniera. Y efectivamente, eso fue lo que hicieron, tal como sus profetas habían anunciado de antemano. Por lo tanto, la incredulidad de los judíos no debería ser considerado como un problema, sino como el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento.

La incredulidad de los judíos era irracional

(Jn 12:37) "Pero a pesar de que había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en él."
Acabamos de decir que la incredulidad del pueblo de Dios no fue un hecho aislado, sino que constantemente ofrecieron una fuerte resistencia a todos los profetas que les habían hablado. Y ahora Juan quiere demostrar que esa incredulidad, tanto la de sus padres como la de ellos mismos, era inexcusable, puesto que el Señor había hecho grandes señales entre ellos. Notemos la nota de asombro del mismo evangelista: "A pesar de que había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en él".
Por supuesto, Juan sólo recoge algunas de estas señales en su evangelio, pero hubo muchas más:
(Jn 20:30-31) "Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre."
Todo esto nos advierte de la corrupción del hombre y la gravedad de su estado caído. Este genera un estado de incredulidad que no es posible vencer ni siquiera con los milagros más extraordinarios. Y dicho sea de paso, quienes piensan que si las personas vieran milagros de Dios automáticamente se convertirían al cristianismo, se equivocan por completo.
En todo caso, queda fuera de toda duda que el problema nunca ha sido la falta de evidencias para creer, sino un corazón rebelde que lleva a la persona a cerrar los ojos ante la luz más brillante. Porque nada pueden hacer las señales más claras en tanto que no haya una disposición honesta y abierta para considerar todas las evidencias que Dios nos ha dejado, y que apuntan con total claridad a Jesús como el Hijo de Dios.
Notemos también, que como es normal en Juan, él se refiere a los milagros como señales, indicando con ello que apuntaban en una dirección concreta, que tenían un propósito definido. Pero los judíos se habían instalado en la sinrazón, y manifestaron una terca resistencia a considerar cualquier cosa que Dios les quisiera mostrar. Aunque el ministerio del Señor hubiera durado cien años más, ellos habrían mantenido la misma actitud.
Este versículo de Juan nos recuerda a lo que en el pasado les había dicho Moisés:
(Dt 29:2-3) "Moisés, pues, llamó a todo Israel, y les dijo: Vosotros habéis visto todo lo que Jehová ha hecho delante de vuestros ojos en la tierra de Egipto a Faraón y a todos sus siervos, y a toda su tierra, las grandes pruebas que vieron vuestros ojos, las señales y las grandes maravillas."
Sin embargo, tampoco ellos quisieron creer. Eran el pueblo elegido de Dios, habían visto durante cuarenta años señales maravillosas, tanto en Egipto como en el desierto, pero finalmente, murieron en el desierto por causa de su incredulidad:
(He 3:19) "Y vemos que no pudieron entrar a causa de incredulidad."
En cuanto a lo que nos dice este versículo, podemos extraer dos conclusiones importantes:
La primera es que las señales eran suficientes para convencer a cualquier persona honesta, pero era necesario cierto proceso de reflexión. Y este es un hecho que nunca debemos olvidar en nuestro trato con las personas que no creen. Dios desea que los hombres piensen y razonen, que usen su intelecto, porque contrariamente a lo que muchas veces se dice, la fe no está reñida con la razón.
Y la segunda reflexión, es que aquellos judíos que manifestaban tal grado de incredulidad eran personas extremadamente religiosas, celosos practicantes de sus ceremonias. Lo grave del asunto es que usaban esas cosas externas para encubrir la incredulidad de sus corazones. Y suele ocurrir frecuentemente que cuando más ostentosas sean las ceremonias, vestimentas o lugares de culto, mayor es el grado de incredulidad que se esconde en el corazón.
Pero rechazar de ese modo las evidencias que Dios les dio, implicaba necesariamente un grave empeoramiento de su estado de incredulidad, tal como vamos a ver a continuación. Por el momento hemos visto que no quisieron creer, pero un poco más adelante se nos dirá que "no podían creer" (Jn 12:39). Hay un progreso en la incredulidad.

Su incredulidad ya había sido profetizada de antemano

(Jn 12:38) "Para que se cumpliese la palabra del profeta Isaías, que dijo: Señor, ¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿Y a quién se ha revelado el brazo del Señor?"
La verdad es que la incredulidad de Israel no había sido un hecho aislado, y por eso los profetas habían tenido que dirigir constantes advertencias al pueblo de parte de Dios. Uno de ellos había sido el profeta Isaías, quien describió cómo Israel había ido endureciéndose espiritualmente cada vez más, hasta el punto de hacerse insensible a las obras y las palabras de Dios.
Precisamente, es a él a quien Juan menciona en este momento, diciendo: "Para que se cumpliese la palabra del profeta Isaías". Y estas palabras deben ser analizadas cuidadosamente para no llegar a conclusiones equivocadas. ¿Por qué dijo que la incredulidad de los judíos en el tiempo de Jesús cumplía lo dicho por el profeta Isaías?
Por supuesto, sería una equivocación pensar que aquellos judíos no podían creer en Jesús porque Isaías lo había profetizado. No fue su profecía la que produjo la incredulidad de los judíos, porque eso conduciría al fatalismo y negaría toda responsabilidad del hombre. Lo que Isaías estaba haciendo era anticipar la incredulidad de los judíos, no causarla. Su profecía no tenía el propósito de empujarles a pecar, puesto que ese nunca fue el propósito de ninguna profecía, antes bien, Dios usaba a los profetas con el fin de llamar a su pueblo al arrepentimiento para que se apartaran de sus pecados.
El hecho de que Dios anunció por adelantado lo que iba a suceder, no implicaba que el hombre estaba fatalmente forzado a obrar. La presciencia de Dios consiste en ver desde la eternidad lo que va a suceder en el tiempo, pero el hecho de que él conozca las decisiones que cada hombre va a tomar, no implica que esté determinando el futuro de cada persona de antemano, forzándoles a actuar de acuerdo a sus anuncios previos.
Por otro lado, debemos notar que Juan usa este texto de Isaías para dar respuesta a aquellos que argumentaban que Jesús no podía ser el Mesías porque los líderes del judaísmo lo habían rechazado. Frente a eso, el evangelista dice que el profeta Isaías, más de seis siglos antes de la venida del Mesías, ya había profetizado que la nación se mostraría irrazonable e incrédula ante su venida. Y al acabar el ministerio público de Jesús se puede decir que esto se había cumplido con total exactitud. Por lo tanto, el rechazo de las autoridades judías no servía para probar que Jesús no era el Mesías esperado, sino que por el contrario, lo que hacía era confirmarlo.
Veamos ahora lo que había profetizado Isaías: "dijo: Señor, ¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿Y a quién se ha revelado el brazo del Señor?". Este pasaje está tomado de (Is 53:1). Allí vemos que el profeta se preguntaba si había alguien que hubiera creído lo que Dios había revelado por medio de sus predicaciones y se hubiera dado cuenta también del poder manifestado por "el brazo del Señor". Aunque la forma en la que Isaías presenta su pregunta, claramente da a entender que la respuesta era que nadie había creído a su anuncio.
El versículo de Isaías citado por Juan es el primero de un largo capítulo en el que se describen con increíble precisión los sufrimientos de Cristo en la Cruz, así como su sepultura y resurrección. Ante tal claridad no es de extrañar que los judíos de todos los tiempos hayan querido ignorar un pasaje tan importante.
En realidad, el resto del capítulo presenta al "Siervo de Jehová" como "despreciado y desechado entre los hombres, menospreciado y sin ser estimado entre los hombres" (Is 53:3). Por lo tanto, podemos decir que la Escritura predecía tanto los sufrimientos de Cristo como la incredulidad de los judíos.

El estado espiritual de Israel

(Jn 12:39-40) "Por esto no podían creer, porque también dijo Isaías: Cegó los ojos de ellos, y endureció su corazón; para que no vean con los ojos y entiendan con el corazón, y se conviertan, y yo los sane."
Ahora Juan cita un segundo pasaje de Isaías a fin de explicar cuál era el estado espiritual de Israel en esos momentos. El pasaje en cuestión es el siguiente:
(Is 6:9-10) "Y dijo: Anda, y di a este pueblo: Oíd bien, y no entendáis; ved por cierto, mas no comprendáis. Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos, para que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni su corazón entienda, ni se convierta, y haya para él sanidad."
Comencemos por notar que Juan no cita textualmente el texto de Isaías. El profeta dice que había sido enviado por Dios a fin de que con su predicación el corazón del pueblo se endureciera, y viniera sobre ellos el castigo (Is 6:11-13). Esto sería así porque debido a la mala disposición del pueblo, cuanto más les hablara el profeta, mayor sería la resistencia que ofrecerían, entrando en un estado de endurecimiento irreversible. Pero en último término, la responsabilidad de su ceguera recaería sobre ellos mismos. Notemos otros pasajes donde vemos que Israel se niega a ver y oír lo que Dios les decía, y eso a pesar de tener ojos y oídos:
(Is 42:18) "Sordos, oíd, y vosotros, ciegos, mirad para ver."
(Jer 5:20-23) "Anunciad esto en la casa de Jacob, y haced que esto se oiga en Judá, diciendo: Oíd ahora esto, pueblo necio y sin corazón, que tiene ojos y no ve, que tiene oídos y no oye: ¿A mí no me temeréis? dice Jehová. ¿No os amedrentaréis ante mí, que puse arena por término al mar, por ordenación eterna la cual no quebrantará? Se levantarán tempestades, mas no prevalecerán; bramarán sus ondas, mas no lo pasarán. No obstante, este pueblo tiene corazón falso y rebelde; se apartaron y se fueron."
(Ez 12:2) "Hijo de hombre, tú habitas en medio de casa rebelde, los cuales tienen ojos para ver y no ven, tienen oídos para oír y no oyen, porque son casa rebelde."
Ahora bien, cuando Juan y otros autores del Nuevo Testamento citan este pasaje, lo traducen dando a entender que era Dios mismo quien había endurecido el corazón de ellos, de modo que "por esto no podían creer". ¿Qué quiere decir esto?
Algunos, sin tener en cuenta el contexto, han interpretado que por algún decreto divino dictado en la eternidad pasada, esas personas habían sido endurecidas, y por lo tanto, nunca tendrían la posibilidad de creer. Tales personas presentan a un soberano arbitrario, cruel e injusto.
Pero si esa fuera la interpretación correcta, sería difícil explicar por qué Dios envió una y otra vez a los profetas para predicarles y presentarles señales que de ninguna manera iban a poder aceptar. No tendría ningún sentido afirmar por un lado que Dios los había destinado de antemano para que no pudieran creer y al mismo tiempo les enviara profetas para que les predicasen y se arrepintieran. Al fin y al cabo, ¿no era el propósito del evangelio que Cristo predicaba que todos llegasen a conocer al Padre y fueran salvos? Por supuesto, el propósito de Dios al enviar a su Hijo al mundo era para que el mundo fuera salvo por él (Jn 3:17). De hecho, tan sólo unos versículos antes había anunciado: "Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo" (Jn 12:32).
Pero entonces, ¿por qué "no podían creer"? La razón que tanto Juan como Isaías aportan es que el continuado rechazo del pueblo a las evidencias presentadas por el Señor los había conducido a un estado de ceguedad y endurecimiento en el que habían perdido toda sensibilidad, y por lo tanto, también la capacidad de creer. No lo olvidemos: cuando se rechaza la luz, esto da lugar a las tinieblas; cuando se rechaza la medicina, se sucumbe a la enfermedad; cuando se desprecian reiteradamente las oportunidades que Dios nos da para acogernos a su gracia, finalmente se produce una incredulidad encallecida.
Es muy importante notar que Juan dice que la profecía de Isaías se cumplió cuando Jesús terminó su ministerio, no al principio. A lo largo de todos los capítulos anteriores hemos tenido la ocasión de comprobar cómo a cada nueva señal que el Señor hacía, los judíos respondían con mayor odio contra él, buscando una y otra vez la forma de acabar con él. Por lo tanto, podemos decir con seguridad que su estado de endurecimiento fue el resultado de su rechazo continuado.
Este pasaje es muy serio, porque nos advierte del peligro que engendra rechazar una y otra vez la gracia de Dios. En ese caso, Dios finalmente abandona a la persona en esa actitud de rechazo, de tal modo que entra en un estado de endurecimiento en el que ya es incapaz de creer. Por eso es tan importante la advertencia que una y otra vez la Biblia dirige a la persona incrédula cuando le exhorta a no desaprovechar las oportunidades que Dios le da para conocerle. Hacía un momento el Señor les había dicho: "Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz" (Jn 12:36). Isaías les había dicho a sus contemporáneos: "Buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano" (Is 55:6).
Dios no condena a nadie arbitrariamente. En el caso de los judíos, fue su obstinada incredulidad lo que les llevó finalmente a un estado de endurecimiento espiritual que les impedía creer. A partir de ahí, cada nueva predicación, cada nueva evidencia del poder de Dios, rebotaba en la superficie sin lograr penetrar en el corazón. Es como la conciencia endurecida, que por la continua práctica del pecado deja de funcionar. Ese era el estado del pueblo de Israel tanto en los tiempos de Isaías como en los del Señor.
En este sentido, su endurecimiento tenía un carácter judicial, es decir, Dios dejaba a aquellos que no querían creer en él a merced de su propia incredulidad, abandonándoles a las consecuencias de su negativa a creer en Cristo, de tal modo que sus sentidos reprobados llegaban a ser parte del castigo divino por su desprecio hacia el evangelio: "porque también dijo Isaías: Cegó los ojos de ellos, y endureció su corazón".
Dios es soberano y puede entregar al pecador obstinado a una mente reprobada mientras todavía está en este mundo (Ro 1:21-28), de la misma forma que puede sentenciarle al fuego eterno en el día postrero. En este sentido, el endurecimiento de corazón es una fase del juicio divino. Es la respuesta de Dios a la incredulidad en el tiempo presente.
Pero notemos una vez más que antes de que Dios cegase sus ojos y endureciese sus corazones, ellos mismos llevaban ya mucho tiempo haciendo eso mismo. Dios sólo confirmó lo que ellos ya habían decidido. Son los que voluntariamente se endurecen a sí mismos, quienes finalmente serán endurecidos por Dios. Encontramos varios casos de este mismo principio en el Antiguo Testamento:
Un buen ejemplo es el de Faraón en Egipto. Por mucho tiempo Dios le llamó al arrepentimiento por medio de su siervo Moisés, pero "Faraón endureció su corazón" y no escuchó su voz (Ex 7:22) (Ex 8:15,19,32) (Ex 9:7), y por esta razón, llegó un momento en el que traspasó una línea a partir de la cual ya no había retorno, y desde entonces ya no era Faraón quien endurecía su propio corazón, sino que "Jehová endureció el corazón de Faraón" (Ex 9:12) (Ex 10:1,20,27) (Ex 11:10).
Otro ejemplo tiene que ver con los cananeos que Josué conquistó. Notemos lo que dice el texto bíblico: "Esto vino de Jehová, que endurecía el corazón de ellos para que resistiesen con guerra a Israel, para destruirlos" (Jos 11:20). Pero debemos recordar que Dios esperó varios siglos antes de llegar a este punto: "En la cuarta generación volverán acá; porque aún no ha llegado a su colmo la maldad del amorreo hasta aquí" (Gn 15:16).
Y por extraño que pudiera parecer, eso mismo es lo que había llegado a ocurrir con muchos judíos durante el ministerio público del Señor.
Por lo tanto, no se puede decir de ninguna manera que Dios fuera el causante de su ceguera. Aquellos a los que Dios "ciega y endurece" son personas a quienes previamente advirtió, exhortó y llamó al arrepentimiento de manera continuada por mucho tiempo.
El Señor Jesucristo habló al comienzo de su ministerio del pecado imperdonable de la "blasfemia contra el Espíritu Santo" (Mr 3:28-29), y el apóstol Juan se refirió al "pecado de muerte" acerca del cual no dijo que se pidiera (1 Jn 5:16). En ambos casos se trata de un pecado de resistencia continuada a la convicción que el Espíritu Santo crea en el corazón humano. A partir de ese momento, la persona queda imposibilitada para creer en la verdad, pero también para distinguirla: "para que no vean con los ojos y entiendan con el corazón, y se conviertan, y yo los sane".
Y al mismo tiempo, puesto que rechazan conscientemente la verdad, quedan indefensos ante la mentira. Ese es el caso que Pablo describe en:
(2 Ts 2:10-12) "Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia."
No obstante, es importante observar que la profecía de Isaías no señalaba a ninguna persona concreta, sino al conjunto de la nación judía, quedando la puerta abierta para que personas particulares pudieran acogerse a la gracia de Dios, llegando a formar parte de ese remanente fiel que sería salvo. Recordemos, por ejemplo, que aunque Dios había decretado que todos los cananeos tenían que ser destruidos, Rahab la ramera creyó en Dios y fue incorporada en el pueblo de Israel, llegando incluso a formar parte de los ascendientes del Mesías.
Por último, notemos que esta cita de Isaías es empleada con bastante frecuencia por los autores del Nuevo Testamento (Mt 13:14-15) (Mr 4:12) (Lc 8:10) (Jn 12:40) (Hch 28:26-27) (Ro 11:8), y en todos los casos sus palabras son interpretadas como prediciendo la condenación de los judíos por rechazar al Mesías. Y dicho esto, aunque inicialmente sirvieron como una solemne advertencia para el pueblo de Israel, también lo siguen siendo para cualquiera que tome a la ligera las oportunidades espirituales que Dios le da.

La gloria de Cristo manifestada en el Antiguo Testamento

(Jn 12:41) "Isaías dijo esto cuando vio su gloria, y hablo acerca de él."
Por medio de este versículo Juan nos recuerda las circunstancias en que la profecía que acaba de citar fue pronunciada. Y nos dice que tuvo lugar con ocasión de la visión que Isaías tuvo de la gloria de Dios en el templo (Is 6:1-7).
Hay varias cosas que nos llaman la atención de la forma en la que Juan interpreta esta cita.
La primera es que dice que Isaías "vio su gloria, y habló acerca de él", en una clara referencia a Cristo. Evidentemente, de esto se deduce que Cristo es el mismo Dios en que Israel había creído a lo largo de todo el Antiguo Testamento. Para percibir la fuerza de lo que Juan nos quiere transmitir sería importante leer detenidamente todo el capítulo 6 de Isaías. Allí vemos la impresionante descripción de la gloria del Señor ante quien los serafines cubrían sus rostros mientras daban voces diciendo: "Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria". Tanto impactó esta visión al profeta que dijo: "¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos". Ante una afirmación así no logramos entender cómo todavía algunos afirman que Jesucristo no es Dios. Es obvio que Juan no hizo ninguna distinción entre Jehová del Antiguo Testamento y Cristo del Nuevo Testamento.
En segundo lugar, Juan está estableciendo una clara comparación. Isaías había visto la gloria de Cristo de esta manera tan majestuosa, pero cuando lo anunció al pueblo, Israel no creyó en él. Ahora el evangelista nos ha dicho que a pesar de que Cristo mismo había venido a este mundo y había hecho tantas señales delante de ellos, tampoco quisieron creer en él. En vista de esto podríamos decir que se cumplió lo que había dicho Isaías en el sentido de que se volvió a repetir el mismo patrón de comportamiento.
En tercer lugar, es interesante notar la selección que Juan hace de las citas de Isaías. La primera que ha mencionado provenía del capítulo 53; un capítulo bien conocido por anunciar de antemano con increíble exactitud los sufrimientos de Cristo. En cambio, la segunda cita, tomada del capítulo 6, trataba de la gloria y majestad de Cristo. Podemos concluir que con esta breve selección nos ha hablado de "los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos" (1 P 1:11).
Y en cuarto lugar, no podemos dejar de ver que Cristo es el corazón y el centro de toda la profecía del Antiguo Testamento.

Algunos convencidos

(Jn 12:42-43) "Con todo eso, aun de los gobernantes, muchos creyeron en él; pero a causa de los fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga. Porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios."
Juan se detiene un momento para comentar el caso de algunos que no habían quedado endurecidos como los demás: "Con todo eso, aun de los gobernantes, muchos creyeron en él". Quiere decirse que la profecía de Isaías no abocaba de manera irresistible a todos a la incredulidad. Cada persona individualmente tiene la capacidad de tomar su propia decisión frente a Cristo. En el caso de estos líderes judíos, ellos habían constatado las muchas señales que Jesús realizaba (Jn 11:47), y su respuesta fue diferente a la de los demás. La razón, la inteligencia y su conciencia les había convencido de que Jesús era el verdadero Mesías.
Y no olvidemos la cuestión a la que Juan está contestando desde el principio de este párrafo: ¿Cómo podía Jesús ser el Mesías si los gobernantes no creyeron en él? Y aquí vemos que eso no fue realmente así. Hubo muchos de ellos que sí que creyeron en él.
Notemos que de este grupo de personas se nos dice que eran "de los gobernantes", es decir, personas importantes dentro del judaísmo de aquel tiempo. Nosotros conocemos por nombre a algunos de aquellos gobernantes que creyeron en Cristo, como José de Arimatea y Nicodemo. Esto sirve como demostración del indudable efecto que el ministerio de Jesús tuvo entre las más altas esferas del judaísmo.
No obstante, a diferencia de José de Arimatea y Nicodemo, de los que sabemos que en algún momento se identificaron abiertamente como discípulos de Cristo, de estos otros se dice algo muy diferente: "pero a causa de los fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga".
Un triste estado el de estas personas, puesto que lo único que les quedaba era la hipocresía, fingir que creían lo que ya no creían, a fin evitar las consecuencias de la verdad. Estas personas cometían una traición contra sí mismos, pero mucho más contra el Señor. Y su actitud entrañaba una gravedad muy grande, porque también desorientaban al pueblo y le privaban de la vida que Jesús ofrece, convirtiéndose en guías mentirosos, puesto que con su conducta externa hacían creer a quienes les seguían que no debían colocar su fe en Jesús. No olvidemos que con frecuencia las multitudes observan lo que hacen sus líderes para seguir su ejemplo (Jn 7:26). Su responsabilidad era muy grande.
El evangelista nos revela las dos razones por las que ocultaban sus verdaderas convicciones. La primera era el temor a los fariseos. Ellos ya habían acordado que cualquiera que confesara que Jesús era el Mesías sería expulsado de la sinagoga (Jn 9:22). Esto tendría unas consecuencias terribles para cualquier judío. Implicaba ser condenados al ostracismo y al aislamiento familiar, social y religioso de la comunidad, y aún más, sería considerado como la expulsión del cielo. Y la segunda razón iba conectada con esta otra: ocultaban sus verdaderas convicciones para conservar su posición, "porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios". Para ellos, sus propios intereses estaban por encima de la verdad y del bien del pueblo. Y este era un grave problema que todos ellos tenían, tal como el mismo Señor había denunciado: "¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene del Dios único?" (Jn 5:44).
Por lo tanto, no se atrevían a desafiar a los fariseos, sufrir su persecución, ni tampoco afrontar el ridículo que una confesión abierta de su fe en Jesús les acarrearía. Pero esta cobardía moral, que les llevaba a no actuar de acuerdo a sus convicciones, aunque les permitiría seguir manteniendo por un poco de tiempo cierto estatus social entre el pueblo, finalmente les llevaría a perderlo todo, hasta la vida eterna. ¡Qué bueno hubiera sido que siguieran el ejemplo de Moisés, quien había estimado "por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón" (He 11:26). Pero ellos no estaban dispuestos a "perder la vida" con el fin de ganarla (Mr 8:35).
Intentar agradar a los hombres es totalmente incompatible con el servicio a Cristo (Ga 1:10). Aquellos que estiman más la buena opinión que de ellos puedan tener los demás hombres, se verán incapacitados para soportar la idea de que otros se puedan reír de ellos por causa del Evangelio. Pero resulta triste que para mantenerse bien con los hombres, las personas lleguen a sacrificar sus propias convicciones en cuanto a Cristo, y aún más, prefirieran la gloria de los hombres a la de Dios.
Este era el caso de estos gobernantes, que preferían más sus influyentes puestos de gobierno, junto con el respeto, la reputación y el honor que las demás personas le daban, que la alabanza de Dios. Habían olvidado que la alabanza de los hombres es inconstante y de corta duración, mientras que la aprobación divina es eterna. La verdadera sabiduría consiste en valorar como más importante que Dios tenga una buena opinión de nosotros, antes que la que la gente tenga de nosotros. Como vemos, al final, los que viven esperando los honores humanos, quedan esclavizados a ellos.
En el evangelio de Juan, como en toda la Biblia, no existe una postura intermedia entre la fe y la incredulidad. Somos llamados constantemente a elegir entre Cristo y el mundo, la luz y las tinieblas, la verdad y la mentira. Pero estos gobernantes buscaban un terreno intermedio que no existe.
Ante todo esto, nos hacemos la pregunta: ¿Eran verdaderos creyentes o sólo personas convencidas? Lo cierto es que sólo Dios conoce a los suyos, y nosotros no estamos en condición de juzgar a nadie. Por otro lado, también es cierto que seguramente la mayoría de los creyentes en algún momento hemos cedido a la presión social a nuestro alrededor y hemos dejado de confesar a Cristo. En todo caso, allí donde hay verdadera fe, tarde o temprano Cristo será confesado. Dicho esto, no debemos olvidar que el Señor habló con mucha solemnidad en otros pasajes acerca de aquellos que se avergonzaran de él, diciendo que él también se avergonzaría de ellos delante de su Padre (Mr 8:38). Y no olvidemos tampoco que en la lista de aquellos que irán al infierno están también "los cobardes" (Ap 21:8).
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