Estudio bíblico: Me manifestaré a él - Juan 14:21-24

Serie:   El Evangelio de Juan   

Autor: Luis de Miguel
Email: estudios@escuelabiblica.com
España
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"Me manifestaré a él" (Juan 14:21-24)

El Señor estaba preparando a sus discípulos ante el hecho inminente de su muerte. Sabía que sería un momento muy difícil y doloroso para ellos, hasta el punto de que llegarían a sentirse solos y frustrados. Pero quería que supieran que sería una separación temporal, y que en muy poco tiempo él vendría nuevamente a ellos. Ahora vamos a considerar cómo sería esta venida y cómo se manifestaría a ellos a partir de ese momento.

"Y yo le amaré, y me manifestaré a él"

(Jn 14:21) "El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él."
En respuesta al amor de los suyos por él, Cristo también los amará de una manera especial y se manifestará a ellos, lo que implica que les dará a conocer todas las glorias de su persona.
¿Cuándo ocurrirá esto? Según el contexto, todo parece apuntar a la relación que el Señor inicia con sus discípulos mientras todavía están en esta tierra. Esto implica un hecho que con frecuencia olvidamos: se puede disfrutar mucho más del cielo en la tierra de lo que muchas veces pensamos. Recordemos algunas porciones bíblicas:
(Sal 25:14) "La comunión íntima de Jehová es con los que le temen, y a ellos hará conocer su pacto."
(Ap 3:20) "He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo."
¿Por qué si estas promesas son reales hay tantos creyentes que disfrutan tan poco de ellas? Tal vez piensan que este mundo sólo es un lugar de sufrimiento para el creyente y que hay que esperar a la vida eterna para poder comenzar a disfrutar de verdad de las bendiciones de Dios. Pero, si bien esto puede ser cierto, en el contexto de este pasaje, nuestra falta de disfrute de tan bendita porción se debe a que no amamos al Señor como debiéramos, y esto se manifiesta por nuestra falta de obediencia a sus mandamientos.
No lo olvidemos; son la fe, el amor y la obediencia los que abren el camino que conduce a una comunión más íntima con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Algunas veces suponemos equivocadamente que es posible disfrutar de la plenitud de la vida cristiana sin obedecer a Dios. Imaginamos que habiendo sido justificados por la fe ya no tenemos la necesidad de andar en obediencia a los mandamientos de Dios. Pero aquí vemos que eso no es cierto. Sólo cuando existe un amor que se manifiesta por la obediencia a la Palabra de Dios, es cuando la comunión íntima con el Señor se ensancha y profundiza, tal como él afirmó: "me manifestaré a él".
Así que, si nos preguntamos cuál es la condición que debemos cumplir para que el Señor se manifieste a nosotros, la respuesta la encontramos en este versículo: debemos amar a Dios de una forma genuina. Esto nos obliga a que cada uno de nosotros nos preguntemos si con honestidad amamos a Jesús y si estamos obedeciendo sus mandamientos.
Ahora bien, tal vez algunos ven aquí algún tipo especial de cristiano, un auténtico campeón espiritual, pero no es así. El Señor se refiere aquí a todos aquellos cristianos sencillos y honestos que quieren agradar a su Señor en medio de las mil dificultades y debilidades en las que están envueltos. Aquellos a los que el Señor describió como "los pobres en espíritu" (Mt 5:3).
Por supuesto, todo auténtico cristiano anhela en lo profundo de su corazón agradar a Dios y hacer su voluntad de acuerdo con su Palabra. No obstante, también es cierto que todos debemos unirnos al apóstol Pablo y confesar con él: "No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús" (Fil 3:12). Y en muchas ocasiones nos sentimos como el apóstol Pedro cuando el Señor le preguntó por tercera vez si le amaba, a lo que él sólo pudo responder: "Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo" (Jn 21:17). A la vista de su reciente negación del Señor, Pedro sentía que sus acciones contradecían su amor, y que por lo tanto había buenas razones para dudar de él, por eso apela al Señor, sabiendo que el que escudriña los corazones encontraría su amor allí. Con esto queremos decir que el verdadero amor no está exento de fracasos, pero el creyente auténtico sentirá la misma tristeza de Pedro cuando sabemos que le hemos ofendido, y lo confesaremos con lágrimas tal como él lo hizo esperando en la grandeza de su gracia y perdón.
Pero surge otra pregunta más: ¿de qué manera se manifestará el Señor? Por supuesto, no será de una manera corporal o física, puesto que precisamente les estaba preparando para su partida. Recordemos que en este sentido físico él ya les había dicho que se iba a alejar de ellos. Y tampoco parece estar refiriéndose a sueños o visiones que su pueblo pudiera llegar a tener. Se trata más bien de una revelación espiritual de sí mismo al alma del creyente por medio de su Palabra, de tal manera que cuando meditamos en ella, el Espíritu en nosotros la ilumina y la hace vívida, al punto que parece que el Señor se acerca de una manera íntima y poderosa a nosotros. En esos momentos todo lo que leemos de la vida del Señor Jesús se convierte para nosotros en una preciosa realidad, de tal modo que es como si escucháramos sus mismas palabras. Podríamos decir que es fundamentalmente a través de su Palabra escrita que el Verbo encarnado se manifiesta a sí mismo al corazón de los que le aman.
Por supuesto, no podemos dejar de notar que esta manifestación especial tiene que ver con la revelación del nombre de Dios a los creyentes: "He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste, y han guardado tu palabra" (Jn 17:6). Recordemos que el "nombre" de Dios, tiene que ver con su naturaleza y atributos.

"¿Cómo te manifestarás a nosotros pero no al mundo?"

(Jn 14:22) "Le dijo Judas (no el Iscariote): Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros, y no al mundo?"
Judas (no el Iscariote) dijo en voz alta lo que seguramente el resto de los apóstoles estaban pensando. Intentemos imaginar sus pensamientos en aquellos momentos.
Para ello debemos recordar que en esa misma semana el Señor había entrado en Jerusalén en medio de la aclamación y el entusiasmo de las multitudes que lo recibieron como el Mesías que venía a salvarles. Esto hizo pensar a los apóstoles que ahí comenzaba su reinado mesiánico, por lo que inmediatamente empezaron a discutir cuál de ellos ocuparía el primer lugar dentro de ese reino (Mr 10:37).
Por lo tanto, cuando ahora les hablaba de su "manifestación", ellos pensaron en términos de su triunfo público en medio de grandes señales que terminarían por convencer a los indecisos de que él era el Mesías esperado. De ahí la sorpresa de los discípulos cuando Jesús les dijo que se manifestaría a ellos pero no al mundo.
Ellos estaban enfocando el asunto como los hermanos del Señor lo habían hecho antes: "Le dijeron sus hermanos: Sal de aquí, y vete a Judea, para que también tus discípulos vean las obras que haces. Porque ninguno que procura darse a conocer hace algo en secreto. Si estas cosas haces, manifiéstate al mundo" (Jn 7:3-4).
Si se iba a manifestar como Mesías, ¿por qué no declararlo al mundo con toda claridad? De hecho, si lo hacía únicamente entre su círculo íntimo, ¿cómo podría ser de ese modo el Mesías esperado? Así que, de alguna manera, la pregunta de Judas dejaba translucir su decepción. Si esperaban la vindicación pública de Jesús ante el mundo, y de ellos mismos como sus discípulos, lo que Jesús estaba diciendo no parecía corresponderse con ello.
Y todavía surgen otras preguntas. Si Jesús sólo se iba a manifestar a un grupo reducido de sus discípulos, ¿qué pasaría con el resto del mundo? ¿Acaso no era Jesús "el Salvador del mundo" (Jn 4:42)? ¿Por qué los discípulos disfrutarían de unos privilegios de los que el resto del mundo serían privados? El Señor va a contestar a estas preguntas a continuación.

La manifestación del Señor a sus discípulos

(Jn 14:23) "Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él."
No hay duda de que el Señor y Judas estaban pensando en dos momentos diferentes. Judas hablaba de la manifestación gloriosa del Mesías cuando él vendrá a ser coronado como Rey en este mundo, mientras que el Señor se estaba refiriendo a su manifestación íntima a sus discípulos en este tiempo presente.
Ahora bien, en respuesta a la pregunta de Judas, el Señor contesta recalcando nuevamente que la condición para que él pueda revelarse a ellos de una manera íntima era el amor. Sería la actitud de las personas hacia él el factor que determinaría el grado en el que se podría manifestar a ellas.
Una vez más vemos que el propósito de la primera venida de Cristo no sería transformar a los hombres y su sociedad por medio de la fuerza, tal como esperaban los discípulos. Su "venida" sería al corazón y la vida de sus discípulos, y sólo se llevaría a cabo en aquellos que respondieran con obediencia y fe al llamado del Señor.
A Judas le costaba mucho entender cómo el Señor podía manifestarse a sus discípulos de una manera diferente que al resto del mundo, pero podemos intentar aclarar esto por medio de una sencilla ilustración.
Empecemos pensando en la manifestación que Dios ha hecho de su propia persona por medio de la revelación completa que encontramos en la Biblia. Por supuesto, esta revelación está a la disposición de todo tipo de personas, sin importar si son creyentes o no. Sin embargo, la Biblia parece en muchos casos ser un libro cerrado para los inconversos. ¿Por qué esta diferencia? Para ilustrarlo podemos pensar en la carta que una persona recibe de un amigo íntimo. Sin lugar a dudas, una persona que desconozca al autor de la carta, cuando lea algunos detalles confidenciales o la referencia a algún evento que los dos amigos han vivido juntos, seguramente encontrará que gran parte de su contenido quedará sin sentido para él, aunque, por supuesto, entenderá ciertas cosas básicas.
Además, podemos decir que el Espíritu Santo que recibimos del Señor cuando creemos nos da una nueva naturaleza que nos permite entender y disfrutar de una relación nueva con Dios que antes nos era desconocida, y por esa razón, es un hecho que Dios se puede manifestar a los creyentes de una manera en que no lo puede hacer con los incrédulos.
Pensemos en una sencilla analogía a fin de intentar explicar esto. Supongamos que yo tengo un perro como mascota y he llegado a desarrollar cierto "compañerismo" con él. A veces me mira y llego a pensar que realmente me entiende. Y puede que haya algo de cierto en ello. Por ejemplo, si me ve comiendo, es probable que se acerque a mí esperando que yo le dé algo de mi comida. En ese sentido ambos compartimos cierta naturaleza que nos permite entender la necesidad de comer y la satisfacción que nos produce el poder aliviar esa necesidad. Pero si yo llevara a mi perro a un museo y me parara ante un cuadro observando su belleza, al cabo de unos minutos mi perro estaría aburrido y optaría por tumbarse a mi lado esperando a que yo decidiera salir de allí. Él no puede entender el placer que a mí me puede producir el observar una bella obra de arte, o leer un buen libro, o pasar una tarde conversando con un amigo? Todo esto carece de sentido para mi perro, porque su naturaleza no le permite entender esas cosas. Y de igual modo ocurre con las personas que no tienen el Espíritu Santo: no son capaces de apreciar el gozo que al creyente le produce la comunión con Dios y tampoco alcanzan a entender plenamente lo que Dios hace.
En este punto es importante volver a subrayar que Dios se revela al mundo a través de su Palabra, y que esta revelación está al alcance de todos aquellos que estén abiertos a ella. Esta necesidad de acercarse a su Palabra permanece siendo un requisito central para conocerle.
En este sentido resulta interesante recordar la historia que el Señor contó acerca de Lázaro y un rico que encontramos en (Lc 16:19-31). Al final de su vida en la tierra el rico se encuentra en un lugar de tormento a donde no quiere que vayan también sus familiares, así que pide que alguien de entre lo muertos vaya a advertirles, a lo que el Señor responde: "A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos"? "Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos". La conclusión es que una revelación especial de alguien que volviera de entre los muertos no conseguiría más que la Palabra ya revelada. Por lo tanto, podemos decir que la forma principal en la que Dios se manifiesta en este tiempo es por su Palabra.
Así que, en contestación a la pregunta de Judas: ¿No te vas a revelar al resto del mundo?, el Señor dio a entender que después de su partida al cielo él seguiría revelándose a todos los hombres que amen y obedezcan su Palabra. Aun así, es verdad que muchas personas nunca llegan a leer la Biblia. Pero en relación con esto, parece que el Señor estaba dando a entender que también se manifestaría al mundo a través de sus discípulos, aquellos que conocen su Palabra y la obedecen. Así que Dios moraría en ellos también con esta otra finalidad: darse a conocer al mundo. ¡Qué gran responsabilidad para cada creyente!

Algunos ejemplos de las manifestaciones de Dios

Después de su resurrección, Jesús se manifestó en varias ocasiones a sus discípulos antes de ascender al cielo. Notemos cómo lo confirma Juan un poco más adelante en su evangelio: "Después de esto, Jesús se manifestó otra vez a sus discípulos junto al mar de Tiberias; y se manifestó de esta manera?" (Jn 21:1). Se refiere a momentos en los que el Señor se manifestó de manera visible y física a sus discípulos, de tal modo que lo podían ver y tocar. Es verdad que después de su ascensión el Señor no se manifiesta a nosotros en este tiempo de esa manera, pero lo hace en un sentido espiritual igualmente cierto.
Pensemos por unos instantes en estas "manifestaciones" del Señor antes de su partida, porque esto nos ayudará a entender cómo lo hará en este tiempo con nosotros.
Empecemos por el caso de los dos caminantes de Emaús (Lc 24:13-35). El Señor se unió a ellos en el camino cuando se marchaban de Jerusalén profundamente afectados por la muerte de Jesús, de quien ellos creían que era el Mesías que había de redimir a Israel. En ese contexto, el Señor comenzó a exponer delante de ellos las Escrituras que anunciaban que "era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria". Finalmente se dieron cuenta de que él era Jesús que había resucitado, momento en que el Señor "se desapareció de su vista". Y es interesante notar los comentarios que después se hacían el uno al otro: "¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?" (Lc 24:32). Podemos concluir, por lo tanto, que el Señor se manifestó a ellos por medio de su Palabra en medio una profunda crisis personal. ¿Y no es cierto que el Señor sigue haciendo eso mismo con nosotros en este tiempo?
En otra ocasión el Señor se manifestó a María Magdalena (Jn 20:11-18). Ella se encontraba desolada ante el sepulcro del Señor porque estaba vacío y ella pensaba que se habían llevado el cuerpo de Jesús. Fue entonces cuando el Señor se "manifestó" a ella y le dijo: "Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios". Está claro que en esta ocasión el Señor no hizo una exposición de lo que habían dicho los profetas del Antiguo Testamento en cuanto a él, tal como había hecho con los dos discípulos que encontró en el camino de Emaús, por el contrario, María descubrió la realidad del Señor viviente, así que, lejos de aferrarse corporalmente al Señor, tal como había intentado hacer en un principio, entendió que no había resucitado para quedarse con ellos en la tierra, sino para ir al Padre como vencedor y así sentarse a la diestra de la Majestad en las alturas. Por consiguiente, tanto ella, como todas las demás mujeres que seguían a Jesús, abandonaron la idea de convertir el sepulcro de Cristo en un santuario de peregrinación. Él estaba vivo y su lugar no era aquí en la tierra, sino en el cielo.
Una tercera ocasión en que el Señor se manifestó tuvo lugar cuando algunos de los discípulos estaban pescando (Jn 21:1-14). Ellos habían vuelto a su antiguo oficio de pescadores, pero aquella noche de trabajo había sido decepcionante porque no habían pescado nada. Fue entonces cuando el Señor se "manifestó" a ellos dándoles instrucciones para que echaran las redes a su derecha, después de lo cual se produjo una pesca milagrosa. En este caso podríamos decir que esta manifestación fue más "profana" que las anteriores, puesto que no ocurrió en el contexto de una exposición de las Escrituras, o de una visión de Cristo resucitado, sino en medio del trabajo de cada día, cuando les inundaba una profunda sensación de fracaso. En este caso la manifestación del Señor consistió en darles instrucciones prácticas para su trabajo, cuidarles con ternura en sus necesidades físicas como el hambre y el frío, y sobre todo, animarles en su desánimo.
Podemos estar seguros que el Señor sigue manifestándose a los creyentes de las formas más variadas que podamos imaginar. Cualquier creyente ha sentido en alguna ocasión el calor de su presencia en momentos difíciles; o el poder que sólo él puede impartir cuando todas las fuerzas fallan; o el deleite de entender algo más de su gloria a partir de la meditación en su Palabra.

"Haremos morada con él"

Cristo ya había manifestado anteriormente cuál era su propósito final en relación con sus discípulos: Él vendría para llevarlos a las moradas que iba a preparar para ellos en la casa de su Padre (Jn 14:2-3). Pero ahora va a explicarles que hasta que llegara ese momento, él mismo y el Padre vendrían a morar en el corazón de los creyentes mientras todavía estuvieran en la tierra.
Notemos que la expresión que el Señor usa aquí es la misma que antes había aplicado al Espíritu Santo cuando dijo que "mora con vosotros y estará en vosotros" (Jn 14:17). De alguna manera sería el Espíritu Santo quien haría real la presencia interior del Padre y el Hijo dentro de cada creyente.
Lo que tenemos aquí es una anticipación de la experiencia final que todos los creyentes disfrutaremos después de la venida del Señor. El libro de Apocalipsis lo describe muy bien: "Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios" (Ap 21:3).
La razón de esta increíble bendición es el amor que el Padre tiene por el Hijo, de tal manera que quiere honrar a aquellos que le aman y obedecen.
Ahora bien, debemos notar adecuadamente que la promesa del Señor aquí es realmente grande: El creyente se convierte en la morada permanente del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El santuario de Dios que está en el cielo, y que fue revelado de manera limitada en el templo de Jerusalén, ahora ha descendido sobre cada creyente auténtico. Este concepto era completamente desconocido en el Antiguo Testamento y Cristo lo revela aquí por primera vez. En el Antiguo Testamento podemos encontrar a Dios morando en medio de su pueblo, pero la promesa de Jesús aquí se aplica a la experiencia de los creyentes individuales.
Así que, ahora el más sencillo de los creyentes puede disfrutar del más alto honor que es posible en esta tierra. Pero esto es también una gran responsabilidad que en algunos momentos puede resultar intimidante. Como dijo el centurión al Señor: "no soy digno de que entres bajo mi techo" (Mt 8:8).
El propósito de todo esto sería prepararnos para nuestra residencia eterna y la nueva realidad espiritual que allí habremos de vivir. Es lógico que alguien que tiene la esperanza de llegar a la casa del Padre cuando Cristo venga a por él, desee prepararse para aquel momento.
En el ámbito humano, cuando esperamos un invitado, hacemos los preparativos para que se pueda encontrar cómodo en nuestra casa. ¡Y cuánto más deberíamos esforzarnos si nuestra vida ha de ser la morada de Dios! ¿Cómo conseguir que pueda encontrar una morada agradable? Pues la respuesta nos la ha dado antes: debemos escudriñar su Palabra para descubrir lo que le complace para hacerlo, y abstenernos de todo aquello que le disgusta. Sólo de esa forma podremos experimentar la comunión más profunda de amor con él. Siempre debemos preguntarnos: ¿Es nuestra vida un lugar donde Dios mora a gusto? Quizá haya "habitaciones" en nuestra vida en las que de ninguna manera querríamos que Dios entrara? No lo olvidemos: Dios no morará en la inmundicia del pecado.
Otro detalle que no debemos pasar por alto es que el Hijo se siente autorizado para comprometer al Padre en lo que estaba diciendo. Sólo si el Hijo es Dios podría decir que el Padre haría morada juntamente con él en el corazón de los creyentes.
Y por último, un asunto importante que venimos viendo en estos versículos es que el Espíritu Santo mora en el creyente en íntima comunión con el Padre y el Hijo. Esto quiere decir que no podemos entender la obra del Espíritu en el creyente a no ser que sea en estrecha relación con la voluntad del Padre y el Hijo.

"La palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre"

(Jn 14:24) "El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió."
El Señor presenta nuevamente el gran principio que ya había enseñando previamente, pero ahora lo hace de forma negativa: "El que no me ama, no guarda mis palabras". No hay duda de que su propósito era el de enfatizar que donde no hay obediencia tampoco se puede encontrar amor. Y, ¿cómo podría el Señor manifestarse a aquellos que no le aman y rechazan sus palabras? Es un hecho que todas las promesas de Dios tienen un lado negativo que no siempre queremos ver.
Vemos también el énfasis en la "palabra" de Cristo. Con esto hacía referencia a toda su enseñanza doctrinal así como a su estilo de vida. Pero sobre todo, lo que quiere subrayar una vez más es que esa "palabra" no era suya, "sino del Padre que le envió".
Las implicaciones de este hecho ya han sido mencionadas en otras ocasiones. Por un lado, lo que Cristo decía tenía la misma autoridad y dignidad que lo que decía el Padre, pero por otra parte, quien desprecie las palabras de Cristo estaría al mismo tiempo despreciando al Padre.
Terminamos este estudio con una importante reflexión. Todos los predicadores deberíamos hacer nuestras estas palabras de Cristo: "la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió". Una y otra vez debemos preguntarnos: ¿Podemos decir que todo lo que cada uno de nosotros enseñamos son las palabras que hemos recibido del Padre? ¿Cuánto hay de lo que hablamos que lo hacemos por nuestra propia cuenta?
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