Estudio bíblico: El éxodo y la teología de la liberación -

Serie:   El libro de Éxodo   

Autor: Ernestro Trenchard y Antonio Ruiz
Email: antonio_ruiz_gil@hotmail.com
España
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Apéndice 2. El éxodo y la teología de la liberación

Por José M. Martínez
El acontecimiento del éxodo israelita, reiteradamente exaltado en el Antiguo Testamento, ha adquirido especial relieve en nuestros días con la teología de la liberación. Constituye para ésta un paradigma histórico de extraordinario valor que usa en apoyo de sus tesis relativas a los propósitos salvíficos de Dios.
Hay en tales tesis mucho de saludable que concuerda con los principios de justicia propugnados en toda la Biblia. Sus énfasis pueden ?y deben? actuar como revulsivo en la conciencia social de la Iglesia cristiana. Pero no puede asegurarse que todos los postulados de la teología de la liberación estén inspirados por una interpretación objetiva de las Escrituras acorde con el mensaje global de la misma. Su comprensión del éxodo no se ciñe a una apreciación exegética del relato bíblico. Es exponente de un método hermenéutico que se utiliza sistemáticamente en los análisis, reflexiones y conclusiones de sus más destacados representantes y que determina uno de los conceptos más transcendentales: el de la salvación. De ahí la conveniencia de considerar, aunque sea someramente, particularmente el sentido que da a la acción liberadora en la que la Iglesia debe comprometerse.

Contenido esencial de la teología de la liberación

Sería absurdo cualquier intento de exponer en breves líneas el pensamiento de los teólogos liberacionistas. Su diversidad de matices importantes es tal que se habla, y con razón, de una pluralidad de teologías. Por consiguiente, toda simplificación de las mismas sería probablemente una desfiguración. Pero el reducido espacio impuesto a este apéndice impide que nos extendamos en una exposición adecuada. Remitimos al lector que desee un más amplio conocimiento de este movimiento teológico a obras que constituyen una valiosa fuente de información y análisis 1. Aquí habremos de limitarnos a unas pinceladas sencillas, aunque objetivas, que permitan al lector comparar el significado bíblico del éxodo con la unilateralidad políticosocial con que la teología de la liberación contempla tan magno suceso.
Como es bien sabido, esta teología ha surgido como resultado de la reflexión sobre una situación histórica concreta: la opresión socioeconómica a que se ven sometidos millones de seres humanos en Iberoamérica y en otras regiones del mundo. En muchos casos la desigualdad entre opresores y oprimidos ha sido ?y sigue siendo? realmente escandalosa. La ambición y la prepotencia de oligarquías privilegiadas ha originado situaciones de dramática injusticia. La pobreza ha alcanzado límites de deshumanización. Las condiciones de trabajo apenas difieren de la esclavitud. Es comprensible que de las gargantas de quienes viven en tales circunstancias surja un grito de demanda de liberación. ¿Tiene la Iglesia respuesta a este clamor?
No pocos teólogos, católicos y protestantes, han visto en esta interrogante un reto y han orientado sus reflexiones hacia modos de acción que pongan fin a la secular explotación del hombre por el hombre. A partir de una realidad social intolerable buscan salidas acordes con la fe. El punto inicial no se halla en postulados teológicos previos, sino en la praxis histórica, la cual predomina en el desarrollo de la reflexión. La pregunta clave no es: "¿qué debemos creer?", sino "¿qué debemos hacer?". Sólo después de haber asumido un compromiso de servicio a favor de los más necesitados es lícito el ejercicio teológico. De este modo, como afirma Gustavo Gutiérrez, se llega a "una teología liberadora, una teología transformadora de la historia de la humanidad ... una teología que no se limita a pensar el mundo, sino que busca situarse como un momento de proceso a través del cual el mundo es transformado"?
Esta transformación no se logra mediante la simple inculcación de ideales de justicia en los individuos. Incluye necesariamente una acción política que cambie las estructuras sociales. Y el cristiano no debe rehuir el compromiso en tal acción.
En el análisis de la praxis histórica y en la búsqueda de vías de salida hacia una estructuración más justa de la sociedad, los teólogos de la liberación se valen de determinados postulados marxistas. Los consideran útiles para la comprensión de la realidad social y para la solución de sus problemas. Y aunque la asunción del análisis marxista se hace críticamente y no equivale a identificación plena con la ideología de Marx, la influencia de ésta en la teología de la liberación es más que tangencial; penetra en el fondo de su pensamiento y lo impregna.
No quiere decir esto que se prescinda de la fuente esencial de toda teología cristiana, la Biblia. También las Escrituras contribuyen a la elaboración del sistema teológico. Pero el uso que del texto bíblico hacen los liberacionistas es peculiar. Más que fuente determinante de la labor teológica se ve en él un mero punto de referencia que ilustra y corrobora las proposiciones a las que previamente se ha llegado por otros caminos.
La teología de la liberación tiene una hermenéutica propia. A diferencia de la hermenéutica clásica, basada en el sentido original de los textos y en la globalidad de la enseñanza bíblica, estudia los diferentes pasajes de la Biblia subordinando su interpretación a los requerimientos del contexto existencial del intérprete. En palabras de Severino Croatto, "una Teología de la Liberación no se elabora con libros, ni siquiera con el conocimiento profundo de la exégesis bíblica. El mensaje bíblico brota del acontecimiento?".3
Y como el contexto existencial del intérprete es el factor decisivo en el significado del texto, la interpretación de éste varía de acuerdo con la evolución de aquél. Juan Luis Segundo lo ha declarado sin ambages: "... cada nueva realidad obliga a interpretar de nuevo la revelación de Dios, a cambiar con ella la realidad y, por ende, a volver a interpretar ... y así sucesivamente".4 La perennidad del mensaje bíblico original queda así desvirtuada ?o más bien anulada? por la transitoriedad de interpretaciones sucesivas nacidas, no de una exégesis rigurosa, sino del devenir histórico.
Es precisamente la práctica hermenéutica expuesta lo que ha convertido la narración bíblica del éxodo en uno de los temas predilectos de los teólogos de la liberación. Para Croatto "es un 'lugar' querigmático característico, provocador, creativo, inexhaustible, por tanto. Justamente para una Teología de la Liberación, más que de la libertad, es un pasaje ejemplar".5
En la experiencia liberadora del éxodo halla Gutiérrez la base de la relación entre creación y salvación, que expone ampliamente en el capítulo 9 de su Teología de la liberación. A su modo de ver, "el acto creador es ligado, casi hasta la identidad, con el gesto que liberó a Israel de la esclavitud de Egipto'''. Pero, ¿qué sentido se da a este gesto? En palabras del mismo autor, "la liberación de Egipto es un acto político. Es la ruptura con una situación de despojo y de miseria y el inicio de la construcción de una sociedad justa y fraterna".7 Gutiérrez no regatea detalles en la descripción de la situación de Israel en la "casa de servidumbre" en que la había convertido Egipto. El cuadro es pintado con los mismos colores vivos e impresionantes del narrador bíblico: represión (Ex 1:10-11), trabajo alienado (Ex 5:6-14), humillaciones (Ex 1:13-14), política antinatalista forzada (Ex 1:15-22). En ese momento dramático Dios llama a Moisés, a quien correspondería la dura tarea de liberar a su pueblo. Una vez consumado el éxodo, este pueblo necesitaría "una lenta pedagogía" para llegar a "tomar conciencia de las raíces de su opresión, luchar contra ella y percibir el sentido profundo de la liberación a que está llamado. El creador del mundo es el creador y liberador de Israel, a quien da por misión establecer la justicia".8
En el cumplimiento de tal misión no todo se reduce al establecimiento de un nuevo orden, de "una sociedad libre de la miseria y la alienación. En todo el proceso el hecho religioso no aparece como algo aparte. Está situado en el contexto, o más exactamente, en el sentido profundo de toda la narración".9
La exposición de Gutiérrez, hasta aquí, nos parece bíblicamente objetiva, pero la radicalidad de la experiencia religiosa de la liberación israelita parece ir perdiendo importancia en las páginas siguientes de su libro. Se observa una tendencia al reduccionismo con un claro énfasis políticosocial y una exaltación, del protagonismo humano. Se reconoce que la obra de Cristo en la nueva creación es presentada en el Nuevo Testamento como "una liberación del pecado y de todas sus consecuencias"; pero de estas sólo se mencionan "el despojo, la injusticia, el odio".10 Nada se dice de la idolatría, el gran pecado del antiguo Israel ?característico también del mundo de nuestros días aunque con manifestaciones distintas?, o de la incredulidad, pecado capital en el evangelio. No se subraya el pecado como antítesis de la santidad de Dios y como actitud de rebeldía a la autoridad de su Palabra, actitud inherente a la naturaleza misma del hombre caído. Estos aspectos se esfuman casi por completo en la teología de la liberación. En su lugar, adquieren relieve extraordinario los relativos al perfeccionamiento social, en el que el hombre mismo, mediante su trabajo, debe asumir un papel decisivo. Su acción, encaminada a la transformación de la sociedad, es parte esencial del proceso salvífico.
Gustavo Gutiérrez, tratando de precisar el concepto de salvación, reitera su distinción de tres niveles de significación (libertad política, libertad del hombre a lo largo de la historia, libertad del pecado y entrada en comunión con Dios) y su condicionamiento mutuo; pero no puede ocultar lo que parece su mayor preocupación: "la salvación en Cristo es una liberación radical de toda miseria, de todo despojo, de toda alienación".11
En escritos de otros teólogos, más reduccionistas que Gutiérrez, el énfasis en el aspecto políticosocial de la salvación es aún más acentuado. ¿Corresponde a la enseñanza de las Escrituras?

El éxodo y la salvación en la perspectiva bíblica

Aún admitiendo que el éxodo fue una experiencia paradigmática, sólo comprenderemos el alcance de su significación si lo interpretamos a la luz de lo que el término "salvación" expresa en la Biblia.
En el Antiguo Testamento aparece constantemente y con singular realce. Como atinadamente observó T. B. Kilpatrick hace más de medio siglo, "el credo de Israel se resume en una sola frase: Jehová salva". La salvación se manifiesta de modos diversos, pero siempre haciendo patente una situación humana de angustia y una intervención divina de liberación.
El verbo hebreo "yasha", que es el más frecuente en el Antiguo Testamento para indicar la acción de salvar, liberar o ayudar, original y literalmente significaba "estar en un lugar espacioso", en oposición a "tsarar", encontrarse en una circunstancia de estrechez, apuro u opresión, de la que sólo es posible salir mediante la intervención de alguien suficientemente poderoso. "La liberación es concedida al débil u oprimido en virtud de una relación de protección o dependencia existente por parte de éste respecto a uno más fuerte que le libra de su aflicción. El pensamiento no es el de ayuda propia o cooperación... La ayuda es tal, que sin ella el oprimido estaría perdido". 12
Así se puso de manifiesto en el éxodo. Curiosamente es para describir esta experiencia que se usa "yasha" por primera vez (Ex 14:30). El estado de opresión, angustia e impotencia en que se encontraba Israel bajo el poder del faraón no podía ser más dramático. Toda idea de autoliberación habría sido utópica. Sólo cabía soportar resignadamente el sufrimiento por tiempo indefinido. Pero Dios "vio" la aflicción de su pueblo y "oyó" su clamor (Ex 3:7). Y "descendió" para librarlo (Ex 3:8). Su intervención no excluiría la intervención de Moisés. Pocas veces actúa Dios sin el concurso humano. Pero resultaría evidente a todas luces que la liberación de los israelitas no se debió a la intrepidez de Moisés, y menos aún a una acción heroica del pueblo. El triunfo sobre Egipto fue el triunfo de Jehová. Así lo reconocieron y cantaron las generaciones posteriores (Jue 6:8) (1 S 12:6-8) (1 R 8:51) (Neh 9:9) (Sal 77:14-20) (Sal 78:12-55) (Sal 80:8) (Sal 106:7-12) (Sal 114) (Os 11:1) (Jer 7:21-24) (Jer 11:1-8) (Jer 34:13) (Dn 9:15).
No es de extrañar que la gesta del éxodo se convirtiera en recuerdo obligado durante las tres grandes fiestas de Israel. En la primera de ellas, la de "niazzoth" o de los "panes sin levadura" (la Pascua), coincidente con el principio de la siega, constituía el motivo central. Incluso el mes en que había de celebrarse (abib) estaba claramente determinado: "porque en él saliste de Egipto" (Ex 23:15) (Ex 34:18). La fiesta de pentecostés, que tenía lugar siete semanas más tarde, marcaba el apogeo de la cosecha, pero en su celebración debía seguir presente la misma gran experiencia histórica: "Y acuérdate de que fuiste esclavo en Egipto" (Dt 16:12). La fiesta de los tabernáculos, al final de la recolección, muestra igualmente el impacto que el recuerdo del éxodo y de la peregrinación subsiguiente a través del desierto había de producir en generaciones futuras: "Para que sepan vuestros descendientes que en tabernáculos hice yo habitar a los hijos de Israel cuando los saqué de la tierra de Egipto..." (Lv 23:43).
Pero el evento del éxodo no sólo marcó una huella imborrable en la conciencia de Israel. Constituyó un paradigma, aunque no exactamente en el sentido que le atribuye la teología de la liberación, y vino a ser fuente de esperanzas renovadas a lo largo de sucesivos períodos históricos. A partir de la salida de Egipto, Dios no cesaría de ser el guardador y el liberador de su pueblo. Los libros históricos del Antiguo Testamento a partir de Josué lo atestiguan. Y si el pecado acarreaba a Israel nuevas experiencias de aflicción y servidumbre ?juicio de Dios? al término de cada una de ellas reaparecería la mano salvadora de Dios, Jehová, que jamás hace del juicio sobre la comunidad redimida su decisión final. Su última palabra siempre es "yasha".
Así lo entendieron los profetas. En sus escritos reaparece el éxodo como patrón de futuros actos salvíficos de Dios (Is 51:10). La conmemoración de lo acaecido en Egipto era un deber para cada israelita, no sólo en la celebración de sus fiestas solemnes, sino en todo momento de reflexión histórica (Dt 6:12) (Dt 7:8) (Dt 8:11-16). Pero debía ser más. El recuerdo del éxodo había de convertirse en luz que iluminara todas las horas de crisis en Israel. Aun en los momentos de mayor humillación, de derrota y ruina la fidelidad de Dios aseguraba nuevos comienzos con renovadas manifestaciones de su acción liberadora. Ni los torrentes de invasiones crueles ni los fuegos de ferocidad de los enemigos podrían destruir al pueblo amado de Dios (Is 63:1-2). ¿La razón de este milagro? "Porque ... yo soy tu salvador" (Is 43:3).
Así se demostró en el regreso de los judíos de la cautividad babilónica y en otros períodos posteriores de su historia. Una y otra vez se confirmaría el acierto del resumen del mensaje veterotestamentario: "Jehová salva". Sin embargo, en ningún momento de la época posexílica se llegó a una situación tan brillante, tan testificativa del poder salvífico de Dios que eclipsara la gloria del éxodo. Las liberaciones fueron limitadas y temporales. El pueblo judío, desde el punto de vista político, no llegó a verse nunca libre de yugos. Tras el retorno de Babilonia siguió sometido a Persia primeramente y a Grecia después. Posteriormente habría de sufrir la dura subyugación impuesta por los seléucidas. Finalmente Roma mantendría sobre él su férreo poderío.
Pese a todo, la esperanza no se extinguió en Israel. Siguió latente, avivada por la literatura apocalíptica, pero fundamentada en los vaticinios proféticos anteriores. No importaba demasiado la perspectiva terrena del devenir histórico. En la perspectiva de la revelación progresivamente se iba agrandando la figura del Mesías Salvador. En él y por él se cumplieron las grandes promesas salvificas de Dios.
Y así fue. "Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo...." (Ga 4:4), la Palabra encarnada, creadora, redentora. Con este hecho las promesas empiezan a cumplirse. Resuenan las notas jubilosas del evangelio anunciando una salvación grandiosa (Lc 1:68-75) (Lc 2:10-11,29-32).
El nombre del Enviado constituye de por sí la expresión resumida más elocuente del mensaje bíblico: Jesús (Yeshua), "Jehová Salvador" (Mt 1:21). Su vida y su obra serían la mejor interpretación de su nombre. Para muchos de sus contemporáneos fue piedra de tropiezo; pero su evangelio vino a ser "poder de Dios para dar salvación a todo aquel que cree" (Ro 1:16).
¿Y en qué consiste la salvación cristiana? Llegamos al meollo de la cuestión que nos ocupa. Por tal razón debemos extremar el rigor exegético en el análisis de la información que el Nuevo Testamento nos ofrece, única base sólida para elaborar conclusiones teológicas.
No basta atenernos a la amplitud de significados del verbo "sodso" (salvar) o del sustantivo "sotena" (salvación), correspondientes al hebreo "yasha", pues ello nos dejaría en una cierta ambigüedad. "Sodso" puede referirse a la liberación de un peligro, a la curación de una enfermedad o a la restauración a una situación de bienestar; expresa también la idea de preservar la salud interior de una persona. ¿Determinaremos el sentido del término en cada caso guiados por el contexto? La aplicación de esta elemental regla hermenéutica es esencial, pero insuficiente. La comprensión de la salvación sólo es posible cuando se toman en consideración las líneas rectoras de la revelación bíblica, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.
En los tiempos anteriores a Cristo, los profetas ya habían recalcado que la salvación no consistía simplemente en la liberación de enemigos o de situaciones opresivas, sino en el disfrute de una vida de justicia regida por la ley de Dios y en comunión con él. Era una ruptura de toda forma de idolatría e inmoralidad y una adhesión plena a Jehová, en conformidad con el pacto sinaítico. Y esta experiencia no consistía en prácticas religiosas externas, frecuentemente hueras, sino en una actitud espiritual íntima que diera lugar a un comportamiento propio del pueblo de Dios, tanto en el orden religioso como en el secular (Is 1:10-20) (Mi 6:6-8), entre muchos otros textos. De este modo, Israel sería el "siervo de Jehová" en medio de las naciones, entre las cuales irradiaría el conocimiento del Dios verdadero a fin de que la salvación llegara hasta los últimos términos de la tierra (Is 49:6).
Pero Israel fracasó. No vivió a la altura de la vocación divina. Se prostituyó espiritualmente. Cayó en todos los pecados de los demás pueblos. Sin embargo, el propósito de Dios no podía frustrarse. El siervo apóstata seria sustituido por un Siervo fiel, el "ebed Jehová" por excelencia, del que con anterioridad el "resto" de israelitas piadosos no pasaría de ser sino un pálido reflejo. El gran Siervo sería Cristo.
Este hecho se destaca ya en las primeras páginas de los evangelios. El anciano Simeón, que ve en Jesús la salvación divina, identifica al niño Jesús con el Siervo de Jehová citando dos textos claves de Isaías (Is 42:6) (Is 49:6). Esta identificación sería corroborada por el Señor mismo (Lc 4:16-21), quien "no vino para ser servido sino para servir y dar su vida en rescate por muchos" (Mr 10:45). Aquí radica el fundamento de la salvación.
El "rescate" del que habla Cristo no se reduce a la liberación de males temporales. En un sentido más hondo la salvación es participación en el reino de Dios (Lc 8:10,12). En el relato del encuentro de Jesús con el joven rico (Mr 10:17-26), la "vida eterna", el "reino de Dios" y la "salvación" aparecen como sinónimos (versículos 17, 21, 23, 24, 26). Juan, en su evangelio, usa preferentemente el término "vida" o "vida eterna" como equivalente de salvación, probablemente porque en arameo la palabra "hayye" tenía doble significado de salvación y de vida. En los evangelios sinópticos se generaliza la expresión "reino de Dios", tanto en sus manifestaciones en Cristo como en los aspectos escatológicos de su consumación.
Y es importante notar que el reino de Dios no es una institución religiosa. Ni siquiera es la Iglesia, aunque se hace visible en ella. Tampoco expresa la idea de una sociedad civil que, destruyendo sistemas injustos, evoluciona hasta establecer nuevas estructuras que posibiliten la libertad, la dignidad y el bienestar de todos los seres humanos. El reino de Dios es el señorío de Dios, el reconocimiento y la aceptación de su autoridad, el acatamiento de su Palabra. En el fondo entraña una relación personal entre el hombre y su Creador, relación de fe y de sumisión a sus benéficas leyes. En los evangelios esa relación se pone de manifiesto en la actitud del hombre ante Cristo, encarnación de Dios. Todo depende de creer o no creer en él (Jn 3:18) con todo lo que ello implica.
Pero es precisamente la prioridad de esa relación con Dios en Cristo lo que se rechaza más y más o simplemente se ignora. Muchas personas, animadas de nobles ideales, aplauden la justicia y anhelan ?incluso luchan por? un reino de justicia, con tal de que no sea el reino de Dios. Una sociedad secularizada no necesita a Dios. La sola idea de la divinidad es ?se piensa? un obstáculo para el progreso humano, causa del peor tipo de alienaciones. Lógicamente la teología de la liberación no puede compartir este divorcio entre justicia liberadora y reino de Dios. Sin embargo, sus énfasis políticosociales fácilmente pueden eclipsar en la mente de muchos el elemento religioso, fundamental y predominante en el concepto bíblico de la salvación.
Es, sin embargo, la ruptura con Dios lo que constituye el meollo de la problemática humana: el pecado con todas sus secuelas de egoísmo, opresión, odio, violencia. Por eso la liberación del pecado y sus consecuencias es lo esencial de la salvación. Las palabras de Cristo excluyen toda ambigüedad: "todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado ... Así que,.si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres" (Jn 8:34-35).
De ahí que una de las mayores bendiciones ?la primera? de la salvación sea el perdón. Lo que inicialmente dijo Jesús al paralítico de Capernaum no fue "levántate y anda", sino "confía, hijo, tus pecados te son perdonados". La curación física tuvo lugar después (Mt 9:1-8) a modo de beneficio accesorio.
El apóstol Pablo, expositor incomparable del evangelio, captó en toda su profundidad el significado de la salvación y magistralmente nos lo presenta en su carta a los Romanos, la guía más segura para una recta comprensión de la soteriología cristiana. El primer punto de su exposición es un cuadro tenebroso de la pecaminosidad humana, manifestada en formas de impiedad e injusticia, de idolatría o inmoralidad (Ro 1:18-32), de hipocresía y simulación (Ro 2:17). El pecado es universal (Ro 3:23), como universal es el juicio condenatorio que acarrea la "ira de Dios" (Ro 1:18) (Ro 2:1) (Ro 3:19). Pero sobre ese fondo oscuro resplandece la gracia de Dios, quien, en virtud de la obra expiatoria de su Hijo en la cruz, "justifica" a todos los creyentes en Cristo. El término "justifica" incluye la idea del pecado, pero la amplía y le da mayor profundidad. Con una connotación de tipo jurídico significa que la justicia perfecta de Cristo es atribuida a quienes confían en él, a la par que los pecados del creyente quedan sin efecto condenatorio por cuanto Cristo cargó con ellos y los expió en el Calvario (Ro 3:24-26) (2 Co 5:21). Pablo reiteraría lo glorioso de esta bendición en otros escritos suyos (Ef 1:7) (Col 1:14) y otros apóstoles la destacarían con no menor énfasis (1 P 2:24) (1 Jn 1:7-2:2) (1 Jn 4:10).
Otro aspecto de la salvación afín al de perdón (o justificación) es el de la reconciliación con Dios (2 Co 5:18-20) (Col 1:20-22). Muchos suspiran por una sociedad sin barreras de enemistad entre hombres y pueblos. Pero este ideal jamás se hará realidad en tanto subsista la enemistad del hombre con Dios. Sólo en Cristo, y por la acción de Dios, es posible la reconciliación a nivel humano con dimensión de universalidad (Ef 2:11-19).
La reconciliación con Dios es enriquecida con otra bendición: la filiación divina. El creyente en Cristo es adoptado como hijo de Dios (Ef 1:5-6) (1 Jn 3:1), de quien recibe una nueva naturaleza (2 P 1:3-4) mediante un nuevo nacimiento espiritual operado por el Espíritu Santo (Jn 3:3) (Tit 3:5). El propio Espíritu de Dios es otorgado al redimido por Cristo como el más excelente de los dones y como sello que garantiza la salvación (1 Co 6:19) (Ef 1:13).
Es precisamente la presencia y la acción del Espíritu Santo en el creyente lo que posibilita otro aspecto de la salvación en Cristo: la liberación del poder del pecado, el cambio radical que se efectúa en la vida de los hijos de Dios, llamados a reproducir la imagen moral de Jesucristo (Ro 8:29). Tal cambio sería prácticamente imposible si el hombre contase únicamente con sus propios recursos morales, siempre dominados por "la ley del pecado" que actúa prepotente en él (Ro 7:14-23) y lo somete a la más angustiosa de las esclavitudes. Ser liberado de ella es necesidad apremiante. Y el único libertador es Jesucristo (Ro 8:25) mediante la obra de su Espíritu. El verdadero creyente en Jesucristo ha de poder decir con el apóstol: "Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte" (Ro 8:2). La vida nueva, modelada según la justicia de la ley divina (Ro 8:4) no es aún perfecta; pero evidencia la realidad de la acción liberadora de Cristo. De todos sus redimidos puede afirmarse: "Y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia" (Ro 6:18).
Pero la soteriología bíblica no se agota en sus aspectos temporales. Contiene una faceta escatológica. La salvación tiene aquí y ahora su inicio y su desarrollo parcial, pero su perfecta consumación tendrá efecto en el futuro, cuando los redimidos serán glorificados juntamente con su Redentor (Ro 8:17-18) (Col 3:4) y perfectamente transformados a su imagen (1 Jn 3:2) (Fil 3:21). Esta culminación de la obra salvadora de Cristo lleva aparejada una liberación de alcance cósmico, pues, "la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Ro 8:21). El cuadro bíblico es el de "cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia" (2 P 3:13) (Ap 21:1).
Pero dicho todo esto no queda dicho todo. Los aspectos de la salvación que acabamos de bosquejar, esenciales en la enseñanza bíblica, entrañan un elemento de capital importancia: la responsabilidad social del pueblo de Dios. La naturaleza transcendental de la redención no es incompatible con la atención a los problemas terrenales. Lo eterno de su duración no está desligado de lo temporal. La verticalidad (relación del hombre con Dios) no excluye la horizontalidad (relación del hombre con el hombre), sino todo lo contrario. Quien se ha reconciliado con Dios y vive en comunión con él mantiene relaciones justas y solidarias con sus semejantes. La espiritualidad de su experiencia no da lugar a un misticismo estéril sino a un compromiso de servicio en favor de la dignidad, la libertad y el bienestar humanos. Así se pone de manifiesto en las leyes dadas a Israel para regular su vida política, véase como ejemplo (Ex 21:1-23:9) y en las constantes denuncias de los profetas contra toda forma de vejación o injusticia, inspiradoras de no pocas súplicas en los Salmos.
Las enseñanzas de Jesús no anulan la responsabilidad social de sus seguidores. Sus discípulos deben buscar prioritariamente "el reino de Dios y su justicia" (Mt 6:33), y eso no sólo en el ámbito limitado de la comunidad de creyentes sino en el mundo, en el que deben ser "luz" y "sal" (Mt 5:13-16). El cristiano debe interesarse activamente por su prójimo y contribuir en la medida de sus posibilidades a remediar o paliar los males de una humanidad caída y en muchos sentidos herida y despojada. Esa es la gran lección de la parábola del buen samaritano (Lc 10:25-37), confirmada por la de las ovejas y los cabritos (Mt 25:31-46).
Pablo, tras su exposición teológica de Romanos 1-11, relativa a la salvación, muestra en los capítulos siguientes las derivaciones prácticas concernientes a las responsabilidades del creyente tanto eclesiales como civiles, destacando como principio rector el amor al prójimo (Ro 13:8-10). Y Santiago aparece en el Nuevo Testamento como un vehemente defensor de los derechos de los pobres (Stg 2:1-13) y como acusador de los ricos opresores, esclavos de un egoísmo materialista carente de la más elemental justicia (Stg 5:1-6).
El discípulo de Jesús no puede ser indiferente a las situaciones injustas. Ante ellas debe compartir la inquietud y la protesta ?si no la totalidad del pensamiento? de los teólogos de la liberación. En cuanto esté a su alcance ha de coadyuvar al mejoramiento moral y social de la comunidad civil. Ello le obliga a condenar toda forma de opresión, de deshumanización o de alienación. El mensaje bíblico no es una exhortación a la resignación frente a la miseria y el dolor causados por la arbitrariedad. Es un llamado a proclamar las exigencias éticas del reino de Dios. Tiene razón Jürgen Moltmann cuando señala que "Cristo no es sólo consuelo en el sufrimiento, sino también la protesta de Dios contra el sufrimiento".13
Debemos añadir que la protesta cristiana debe ser más radical y más amplia que la expresada por la teología liberacionista. Ha de denunciar los pecados de los ricos opresores, pero también los rencores, odios y ambiciones de muchos pobres. Ha de condenar todo cuanto de inicuo hay en las estructuras político-económicosociales; pero debe ir más allá. Debe reprochar la permisividad creciente aprobada por la sociedad de nuestros días en detrimento de valores éticos fundamentales.
Sobre todo, tanto el creyente como la Iglesia deben contribuir al progreso de la justicia, de la reconciliación y de la paz mediante un estilo de vida acorde con los principios morales del reino. La comunidad de los redimidos está llamada a ser expresión visible de la realidad del reino de Dios en su triple manifestación de "justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo" (Ro 14:17).
Asentado sobre esta realidad, el testimonio cristiano relativo a la salvación ha de ser mantenido en su integridad, atendiendo a todas las necesidades del ser humano, las físicas y las espirituales, respetando la prioridad que el evangelio da a estas últimas (Mt 6:33) (Jn 6:27). No es suficiente una liberación social y económica para que una persona sea mínimamente feliz, pues "no sólo de pan vive el hombre" (Mt 4:4). E.M.B. Green ha descrito atinadamente la situación del mundo actual con el consiguiente reto para el pueblo cristiano: "El sentimiento de culpa, la soledad, la ansiedad, la búsqueda de la vida, la muerte y el más allá son todavía enemigos que atormentan al espíritu humano. Todavía hay hambre de salvación, como la había en el mundo pagano en tiempos de Cristo. De pocas maneras podría la Iglesia servir mejor a su generación que recobrando, traduciendo al lenguaje moderno y proclamando osadamente el mensaje de salvación, maravillosamente global, contenido en las Escrituras.14
Sólo la aceptación de este mensaje proporciona la más completa de las liberaciones. Sólo en Cristo es posible el "éxodo", la salida de una vida de servidumbres múltiples y de frustración a la libertad de los hijos de Dios. En esta vida nueva, como en la del Israel sacado de Egipto, la gloria de la presencia de Dios resplandece a la par que el pueblo redimido canta: "Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación" (Ex 15:2).
Notas
1 . Véase, por ejemplo, Samuel Escobar, La fe evangélica y las teologías de la liberación (El Paso: Casa Bautista de Publicaciones, 1987). De dimensiones más reducidas, José María Martínez, "La teología de la liberación, una evaluación evangélica" en Los cristianos en el mundo de hoy (Terrassa: Alianza Evangélica Española-Editorial CLIE, 1988) pp. 163-201. 2. Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación (España: Ediciones Sígueme, 1977), pp. 40, 41.
3. "Introducción" en Liberación y libertad (Mundo Nuevo, 1973).
4. Liberación de la teología (C. Lohlé, 1975), pp. 12, 13.
5. Severino Croatto, op. cit., p. 203.
6. Gustavo Gutiérrez, op. cit., p. 203.
7. Ibid., p. 204.
8. Ibid., p. 205.
9. Ibid., p. 206.
10. Ibid., p. 208.
11. Ibid., p. 240.
12. Fohrer, Theological Dictionary of the New Testament (Grand Rapids: Eerdmans), tomo VII, p. 973.
13. J. Moltmann, Teología de la esperanza (España: Ediciones Sígueme, 1972) p. 27.
14. E.M.B. Green, The Meaning of Salvation (Hodder and Stoughton, 1965), pp. 239, 240.
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