Estudio bíblico: Formación de la primera iglesia - Hechos 2:37-47

Serie:   Hechos de los Apóstoles (II)   

Autor: Ernestro Trenchard
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Reino Unido
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Efectos de la predicación y formación de la primera iglesia (Hechos 2:37-47)

Los resultados del mensaje

1. Exhortación al arrepentimiento (Hch 2:37-41)
Las penetrantes palabras del apóstol Pedro hicieron honda mella en el ánimo de muchos de los judíos que le escucharon. Sin duda, en el caso de un gran número, el terreno ya había sido preparado por el ministerio del Señor mismo, por los extraños acontecimientos del día de la Crucifixión, por los rumores que corrían sobre la "tumba vacía" y por lo que acababan de presenciar al manifestarse la potencia del Espíritu Santo. En tal terreno abonado cayó la semilla de la "lógica espiritual" del discurso de Pedro, quien había demostrado que el "determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios" enlazaba las profecías del Antiguo Testamento (tan amadas por estos hebreos) con los hechos de la vida de Jesús de Nazaret, con la aparente tragedia de la Crucifixión y con la realidad de la Resurrección, preparando así una salvación mucho más amplia y profunda que la que podían concebir sus limitadas esperanzas nacionalistas.
Muchos quedaron profundamente convencidos de su terrible error al rechazar a Jesús, siendo "compungidos" como si fuera por un dardo en el corazón, según indica (Hch 2:37). "¿Habremos cerrado la puerta de la salvación contra nosotros mismos para siempre? —pensaban— o aún hay esperanzas?". De ahí su angustiosa exclamación: "Varones hermanos, ¿qué haremos?".
2. La posición de Israel
Para entender exactamente la respuesta de Pedro tenemos que recordar que todo el ambiente aquí es puramente judío. Aún no había llegado el momento para abrir la puerta de la salvación a los gentiles —bien que tal ampliación del Reino estaba implícita en la Cruz— y Dios en su gracia volvió a presentar a su Hijo al pueblo que no había sabido percibir su gloria en la tierra. Nos acordamos del viñero ante la higuera estéril en la pequeña parábola de Lucas (Lc 13:6-9) "Señor, déjala todavía este año... y si diere fruto, bien, y si no, la cortarás después". Pedro hace referencia a Israel de dos maneras distintas, que corresponden a los mensajes de los profetas del Antiguo Testamento como también a aquellos del Maestro mismo. Por una parte anima a los arrepentidos diciéndoles: "Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos (la dispersión); para cuantos el Señor nuestro Dios llamare" (Hch 2:39). Es evidente por la lectura del capítulo 10 de Los Hechos que Pedro pensaba en la dispersión de los judíos al hablar de "los que están lejos", pero no se excluye la posibilidad de que, hablando por el Espíritu, dijera más de lo que entendía personalmente entonces, y que empezamos a vislumbrar la universalidad del Reino. Pero, ateniéndonos al sentido estricto de sus palabras, insistía en que la promesa (fundamentalmente la que se dio a Abraham en (Gn 12:1-3) era válida para los israelitas todavía, con referencia a toda la raza que creyera y aun a sus descendientes. Todo ello se les garantizaba precisamente por aquel que habían crucificado, y a quien Dios había exaltado a su Diestra para la confirmación y continuación de su obra mesiánica. Por otra parte, Pedro les amonestó solemnemente de que habían de salvarse de "esta generación perversa" (Hch 2:40), frase que nos recuerda otras parecidas que se hallaron en los labios del Maestro mismo frente a la parte rebelde de la nación. De igual forma los profetas del Antiguo Testamento confirmaban por el Espíritu las promesas hechas al pueblo escogido, al par que profetizaban juicios cercanos y lejanos sobre la parte carnal de Israel. La solución de esta aparente contradicción se halla en la doctrina del "Resto fiel", que en sí es una manifestación de leyes espirituales invariables. Dios garantizó las promesas a Abraham y a sus descendientes incondicionalmente, en el sentido de que la Obra sería totalmente divina, prosperando en las manos de "la Simiente", o sea, el Cristo (Ga 3:15-17). Pero, obviamente, los incrédulos, los contenciosos y los rebeldes no podían participar en las bendiciones, pues ellos se echaron fuera del pacto por su propia actitud. Las promesas han de cumplirse, pues, no en todo el pueblo, sino en el "Resto fiel" de hebreos sumisos a la voluntad de Dios, llamados también los "hijos de la promesa" en contraste con los "hijos de la carne" (Ro 9:8). El "Resto" es el núcleo espiritual dentro de la nación carnal, siendo el elemento que conserva y transmite la vida, como en el caso del núcleo de una semilla, siendo identificado siempre con el Mesías. Pedro, pues, exhortaba a sus oyentes al efecto de que se salvasen de la parte rebelde y perversa de la nación con el fin de unirse en Cristo con los hebreos fieles.
3. El arrepentimiento y la fe (Hch 2:38,41)
Pedro dio dos mandatos y dos promesas a los sumisos: "Arrepentíos" y "bautícese cada uno", lo que había de resultar en "el perdón de los pecados" y "el don del Espíritu Santo". Dejando el tema del "bautismo" para otro párrafo, hemos de hacer constar aquí que no es el bautismo en sí que trae las bendiciones prometidas, sino —a la luz de todo el pasaje y del tenor de todas las Escrituras— aquello que el bautismo simbolizaba: el arrepentimiento y la unión por la fe con Cristo. La palabra griega que se traduce por "arrepentimiento" es "metanoia" (verbo, "metanoeo") y significa "cambio de mente" o "de la manera de pensar". Por ende toda traducción que introduce la idea de "hacer penitencia" es falsa, y no se puede justificar por el original griego, sino que viene del latín de la Vulgata. Estos judíos se habían asociado abierta o tácitamente con la parte "oficial" de la nación en su rechazamiento de Jesucristo, y ahora han de "dar la media vuelta", manifestando por el bautismo una rectificación total de su actitud anterior y una separación real de los enemigos de Cristo. El arrepentimiento es elemento esencial en la salvación del pecador, siéndole preciso volver las espaldas a todo lo antiguo para dirigirse al Salvador. Es el aspecto negativo de la actitud de quien se salva, complementándose por la fe, que es el descanso total del alma en el Salvador. Notemos que los convertidos en el Día de Pentecostés no sólo se arrepintieron de su pecado, sino que "recibieron la palabra" (Hch 2:41) que es la esencia de la fe (Ro 10:17).
4. El don del Espíritu Santo (Hch 2:38)
La palabra traducida por "don" recalca que es un maravilloso "regalo" dado por Dios desde el Cielo. No se trata aquí de los "dones" que reparte el Espíritu, sino el de su bendita Persona que constituye en grado supremo el "don de gracia". La promesa que hallamos en la boca de Pedro —"recibiréis el don del Espíritu Santo"— indica que la bendición que cayó sobre los ciento veinte hermanos en el Aposento Alto se hacía extensiva a todo verdadero creyente por el hecho mismo de arrepentirse y creer, y no por la imposición de las manos de eclesiástico alguno ni tampoco por experiencia alguna posterior a la conversión, pues en el hecho de unirse con Cristo por la fe está implícita la recepción del Espíritu Santo. Por el "bautismo del Espíritu" la Iglesia ya poseía el "Don", y el proceso por el cual el creyente individual lo recibe también se señala por Pablo en (1 Co 12:13): "En un solo Espíritu fuimos bautizados todos nosotros para formar un solo Cuerpo... y a todos se nos dio a beber de un solo Espíritu" (Ro 8:9) (1 Co 6:19). Tampoco se señala aquí que todos aquellos que fueron bautizados hablasen con lenguas. Quizá sí, pero no se dice nada de eso, sino, como veremos más tarde, se subrayan los efectos prácticos de la recepción del Espíritu en la comunión y la abnegación de los santos.
5. El bautismo (Hch 2:38,41)
Por la profecía de Juan el Bautista —"Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí... él os bautizará en Espíritu Santo y fuego" (Mt 3:11)— podríamos haber pensado que todo bautismo externo con agua perdería su importancia después del bautismo del Espíritu Santo, pero no fue así. Al contrario, los primeros convertidos eran bautizados en agua inmediatamente, y así fueron "añadidos" a la Iglesia. En su sabiduría, Dios nos ha dejado dos instituciones de orden externo muy sencillas, pero muy solemnes: el bautismo y la Cena del Señor. Acordémonos de que la Iglesia, aun siendo pueblo espiritual, había de mantener su testimonio por muchos siglos en medio de un mundo enemigo, estando los creyentes aún en el cuerpo. Desde luego las formas externas carecen de todo valor sin la debida actitud del corazón que corresponde a su significado, pero eso no anula su importancia como mandatos divinos que son "medios de gracia" para los santos en su peregrinación y testimonio.
El mandato de bautizarse no extrañaría a los judíos convertidos, porque los rabinos bautizaban a sus prosélitos y recordarían, además, los bautismos de Juan y del mismo Señor. Más tarde, Pablo había de recibir una revelación sobre el hondo significado del bautismo como símbolo de nuestra muerte y resurrección con Cristo (Ro 6:1-5), y si bien no habría podido formularse este concepto en el momento de nacer la Iglesia, sin embargo los bautizados comprendían que el acto significaba su separación total de la parte rebelde de la nación, como también su unión vital con el Mesías resucitado.
No pretendemos que la pregunta —¿Quiénes han de bautizarse?— puede contestarse únicamente por referencia al pasaje que tenemos delante, pero es obvio que el ejemplo que vemos aquí es importantísimo como "evidencia", siendo muy sencillo el proceso que presenciamos; muchas almas escucharon la Palabra por boca de Pedro y aquellas que la recibieron con fe fueron bautizadas y añadidas a la compañía de creyentes. Hemos de ver otros ejemplos de lo mismo en distintos momentos de la historia de Los Hechos. No hay evidencia tampoco sobre el lugar y el modo del bautismo. Algunos piensan que habría sido imposible bautizar a tres mil personas por inmersión, pero eso es una deducción con poca base, pues nada se dice tampoco en cuanto al tiempo que tardaron en efectuar todos los bautismos, ni del número de ayudantes que tuviesen los apóstoles. Hay un hecho arqueológico bastante significativo en relación con la controversia sobre el modo del bautismo: que cuanto más antiguas son las ruinas de las iglesias que se descubren (en el Norte de Africa por ejemplo) tanto mayores son los bautisterios.
Pedro mandó que se hiciese el bautismo "en el Nombre de Jesucristo" (Hch 2:38). Notamos una diferencia entre esta fórmula y la de (Mt 28:19): "bautizándoles en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo". Sin duda la forma más completa se utilizaba más adelante, cuando la realidad del Trino Dios iba aclarándose ante la comprensión de los cristianos a través de su experiencia de Cristo como Dios y del Espíritu Santo como Dios, pero en el momento que notamos, lo importante era que los judíos saliesen de la esfera que rechazaba a Cristo a la esfera de su Nombre, o sea, la de su Persona rodeada de toda su autoridad como el Mesías glorificado. Es muy probable que cada convertido, al ser bautizado, confesase el Nombre de Jesús como Mesías.

La primera iglesia cristiana (Hch 2:41-47)

Quizás el lector habrá pensado alguna vez que le hubiese gustado participar en la plenitud del poder y del amor de la primera iglesia cristiana en Jerusalén, disfrutando del santo gozo que surgía del dominio de la carne por la abundancia de la manifestación del Espíritu. Desde luego es lamentable que veamos tan poco de la victoria del Espíritu en nuestros tiempos, pero hemos de aferrarnos firmemente a la verdad que "Dios no da su Espíritu por medida" y de que su plenitud puede volver a manifestarse siempre que se quiten los obstáculos de la carne al rendirnos de nuevo ante el gran hecho de la Cruz y la Resurrección. Si no podemos trasladarnos físicamente a aquella bendita primera época, por lo menos podemos estudiar con humilde corazón la descripción que aquí tenemos, volviendo a ponernos en la escuela del Maestro para que él nos enseñe lo que hayamos olvidado. Todo lo que vemos en este maravilloso pasaje brota de la proximidad de la Cruz y la Resurrección, y de la plenitud del Espíritu. Algunas de las prácticas de aquellos primeros tiempos tenían que modificarse necesariamente al extenderse la Iglesia bajo la dirección de los apóstoles, pero los principios básicos quedan como normas permanentes para toda verdadera iglesia, y si nos hemos de salvar de nuestras mezquindades y fracasos, será precisamente por volver a beber en el manantial de Pentecostés. No tenemos aquí algo poético, sublime e ideal, que se produjo en un momento y entonces se fue para siempre, sino algo que ha de relacionarse con todas las actividades y problemas de las iglesias del siglo XXI. La sabiduría de los pocos que quieren pensar en todo esto consiste en reconocer que los principios básicos del Nuevo Testamento son "ley" para los espirituales.
1. El fundamento de Ia Iglesia
Años más tarde, Pablo recordó a los Corintios que él, como perito arquitecto, había colocado firmemente el fundamento de la iglesia en su ciudad, añadiendo: "Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo" (1 Co 3:10-11). El contexto aclara que la frase "poner el fundamento de Jesucristo" quiere decir la predicación de Cristo crucificado en la potencia del Espíritu Santo como único medio de salvación. Estas palabras del apóstol concretan en una frase notable la norma invariable y el proceso general que vemos en operación desde el nacimiento de la Iglesia. En el caso que estudiamos, el siervo de Dios era Pedro, quien, como hemos visto, predicó a Cristo con gran poder espiritual y conforme a la condición de los judíos que le escuchaban. El resultado fue que almas se arrepintieron y recibieron la Palabra con agrado y con fe. Por este medio fueron "renacidos no de simiente corruptible, sino de incorruptible por la Palabra de Dios" (1 P 1:23) y, recibiendo el don prometido del Espíritu Santo, fueron bautizados y añadidos al núcleo ya existente de la Iglesia. Este orden parece modificarse algo en el caso de los samaritanos que creyeron y en el de los discípulos del Bautista a quienes Pablo halló en Éfeso (Hch 8:5-17) (Hch 19:1-7) pero veremos en su debido lugar que la aparente variación depende de factores muy especiales; de hecho no hay nada en todo el Nuevo Testamento que indique que una iglesia pueda fundarse en otro fundamento o por procesos distintos de los señalados. La nueva familia espiritual se sentía impulsada en seguida a una manifestación cuádruple de su nueva vida, perseverando en ella bajo la guía de los apóstoles: 1) la doctrina (o enseñanza) de los apóstoles; 2) la comunión; 3) el partimiento del pan; 4) las oraciones. Así se resumen las características permanentes que habían de persistir aun después de la dispersión de la Iglesia, y a través de los siglos.
2. La doctrina (enseñanza) de los apóstoles (Hch 2:42)
El ministerio de los apóstoles puede analizarse en dos elementos principales: a) la proclamación pública de Cristo como crucificado, resucitado y exaltado por Dios para ser Señor y Salvador; b) la enseñanza de los creyentes reunidos en grupos más o menos grandes, según las posibilidades. El sermón de Pedro es un magnífico ejemplo de la proclamación pública y aquí tenemos la primera mención de la enseñanza sistemática dentro de la iglesia.
No se detalla aquí ni la sustancia ni el método de esta enseñanza, y las epístolas pertenecen a una época más tardía, cuando la comprensión de la doctrina era más amplia. Pero no cabe duda de que las primeras enseñanzas consistían en aleccionar a los nuevos discípulos sobre la Persona y el ministerio del Señor mismo. Ya hemos notado que los apóstoles habían sido escogidos precisamente para ser testigos, conjuntamente con el Espíritu-Testigo, de todo cuanto habían presenciado y oído al lado del Maestro, y aquí les vemos en el cumplimiento de su misión (Jn 15:26-27) (Hch 5:32). De esta primitiva "tradición" —como algo "entregado"— surgieron nuestros cuatro Evangelios canónicos, que hacen posible que nosotros participemos en este aspecto de la doctrina apostólica.
A estas enseñanzas añadían aquellos pasajes del Antiguo Testamento (muchos ya subrayados por el mismo Señor) que más claramente profetizaban la Obra del Mesías como el Siervo de Jehová: el que había de sufrir antes de consumar su obra y reinar (1 P 1:10-12), y sin duda no faltaría la aplicación práctica de la doctrina del Maestro sobre el discipulado.
En cuanto al método, hemos de tener en cuenta que años habían de pasar antes de que los creyentes pudiesen leer lo que nosotros llamamos "el Nuevo Testamento", y, por lo tanto, las enseñanzas habían de retenerse en la memoria. Seguramente se empleaba el método catequístico, o sea, un apóstol, o uno de sus ayudadores, enseñaría incidentes de la vida del Señor, juntamente con sus "dichos", repitiéndolos el grupo hasta saberlos de memoria. Hasta el día de hoy se hallan orientales dotados de memorias fantásticas — árabes, por ejemplo, que pueden repetir todo el Corán— precisamente porque esta facultad no se debilita por depender de la palabra escrita o impresa, como pasa en nuestra civilización occidental. Estos relatos y colecciones de los "dichos" del Señor se iban redactando desde fechas muy tempranas, según nos dice Lucas al principio de su Evangelio, y luego, por la guía del Espíritu y bajo la autoridad de los apóstoles, quedaron señalados como inspirados los cuatro Evangelios que nosotros conocemos. A estos principios de "doctrina apostólica" se había de añadir la sustancia de revelaciones posteriores, según la promesa del Maestro en (Jn 16:12-15), llegando el conjunto a cuajarse en los libros del Nuevo Testamento por el cual nos es conservada "la FE que ha sido una vez dada a los santos" (Jud 1:3), y que completa la revelación anterior del Antiguo Testamento. La verdadera "sucesión apostólica" consiste en recoger y transmitir de forma ordenada y eficaz este precioso depósito de doctrina, siendo importante incluso "la forma de las sanas palabras". En esta doctrina hemos de perseverar con todo anhelo y diligencia (2 Ti 1:13) (2 Ti 2:2,15) (2 Ti 3:14-17).
3. La comunión (Hch 2:42)
La palabra original aquí es "koinonia", o sea aquello que dos o más personas tienen en común, siendo la base de la unión que existe entre ellos. He aquí uno de los aspectos más característicos de aquella nueva experiencia de los hombres que se produjo en el Día de Pentecostés. "Koinonia" puede traducirse también por "participación" o aun por "comunicación" en el sentido de ayuda práctica para un obrero del Señor, y recomendamos al estudiante que se fije en el uso del término en las referencias que damos a continuación: (1 Co 1:9) (1 Co 10:16) (2 Co 6:14) (2 Co 8:4) (2 Co 9:13) (2 Co 13:13) (Flm 1:6) (He 13:16) (Hch 2:42) (Ga 2:9) (Fil 1:5) (Fil 2:1) (Fil 3:10) (1 Jn 1:3,6,7) (Ro 15:26). El verbo correspondiente, "koinoneo", se halla en: (Ro 12:13) (Ro 15:27) (Ga 6:6) (Fil 4:15) (He 2:14) (1 Ti 5:22) (1 P 4:13) (2 Jn 1:11).
Aquí solamente podemos notar que, juntamente con todos los creyentes, hemos sido "llamados a la comunión de su Hijo Jesucristo nuestro Señor" (1 Co 1:9) por haberle aceptado, juntamente con otros, con fe verdadera. Así Cristo mismo es la sustancia y la base de la comunión, enlazándonos con él mismo, con el Padre y los unos con los otros (1 Jn 1:3). Pero es el Espíritu Santo quien da efectividad interna a esta comunión, de modo que Pablo habla también de la "comunión del Santo Espíritu" y de "la comunión de los santos", quienes comparten la vida de Cristo dentro de Ia realidad espiritual de la Iglesia (2 Co 15:13) (1 Jn 1:3) (Ef 2:19-22). Los "hermanos" forman una "familia" donde debe prevalecer la "filadelfia" o "amor fraternal" en sus diversas manifestaciones prácticas. El "Partimiento del Pan" y Ia "comunidad de bienes" expresan esta comunión en forma visible y palpable.
4. El Partimiento del Pan (Hch 2:42)
El empleo de esta frase aquí se ha explicado de diversas formas: a) que se trata de las comidas normales de la nueva comunidad; b) que se trata del "ágape"; c) que se trata de Ia Cena del Señor. Desde luego se celebraba el "partimiento del pan" en todos estos sentidos en la Iglesia de Jerusalén, pero el hecho de colocarse la frase entre varios aspectos fundamentales de la vida de la Iglesia, determina claramente que Ia referencia es a la "Cena del Señor", o, según otra frase alternativa, la "Mesa del Señor". Es el festín conmemorativo establecido por Cristo en "la noche en que fue entregado" que los discípulos en manera alguna podían echar en olvido una vez que se hubiera formado la "familia cristiana".
Las enseñanzas básicas sobre este importantísimo tema se hallan en los relatos de los Evangelios Sinópticos (Mt 26:26-30) (Mr 14:22-26) (Lc 22:14-20), en la mención de la reunión para partir el pan el primer día de la semana en Troas (Hch 20:7), en las instrucciones que Pablo dio a los corintios con el fin de corregir los abusos en la celebración del "ágape" (1 Co 11:17-34) y en las referencias a la "comunión" simbolizada en la Mesa en contraste con la participación de los paganos con demonios en sus festines idolátricos (1 Co 10:14-22). En todos estos pasajes se destaca el acto de "partir el pan", sea en forma sustancial o verbal, siendo este acto el símbolo de la manera en que el Cuerpo del Señor fue "partido" o "dado" a favor de los suyos en la Cruz. El "comer" del pan así partido señala el acto espiritual de recibir por Ia fe el valor del sacrificio del Calvario (Jn 6:50-58) y aquí hallamos la base de nuestra "comunión" con el Señor mismo; y los unos con los otros. La "Copa" no se menciona aquí, pero sin duda estaba incluida en el Partimiento del Pan, y, según las palabras del mismo Señor, pone de relieve el "derramamiento de la Sangre" del Cordero de Dios que sella el pacto de gracia y de perdón.
Es lógico, pues, que el Partimiento del Pan hallase lugar central en la vida colectiva de la Iglesia desde los primeros momentos de su existencia, ya que traía a la memoria de los salvos el Hecho tan próximo aún de la Cruz y la Resurrección, al par que presentaba la Persona del Redentor a la adoración de los suyos y manifestaba de forma visible la "comunión de los santos".
El Partimiento del Pan en la Iglesia cristiana lleva a su consumación en un plano de divina pureza una tendencia que se apunta una y otra vez en las sociedades y religiones humanas a través de los siglos. Para los orientales de la antigüedad había algo de solemne ritual en el acto de comer en común, y hasta en tiempos recientes la persona de alguien que hubiera "comido sal" con ellos era sagrada para los beduinos. En los "Misterios eleusianos", muy extendidos entre los griegos, no faltaban comidas rituales en común para los "iniciados" como símbolo de una participación en la vida de sus divinidades. El mismo concepto, ordenado ya por Dios mismo, se halla en el "sacrificio de paz" del ritual levítico, en el que una parte de la víctima era quemada sobre el altar como "pan de Dios", otra comida por los sacerdotes oficiantes, y lo demás por quien presentaba la ofrenda, juntamente con sus familiares (Lv 3) (Lv 7:29-36) (Lv 19:5-8) (Lv 21:6). El simbolismo es obviamente el de "comunión con Dios" sobre la base del sacrificio. La Pascua misma, de la cual la Cena es en cierto sentido la continuación, ofrece otro ejemplo aún mejor conocido de lo mismo, puesto que el cordero sacrificado tenía que comerse por la familia durante las horas que siguieron a la inmolación. Podemos notar que en el caso de la comida basada sobre una víctima animal, el sacrificio y el derramamiento de sangre tenía que repetirse cada vez, pero el símbolo del pan significa que no hay más necesidad de sacrificio, puesto que los benditos resultados del Sacrificio único nos alimentan constantemente.
Es probable que los primeros cristianos, al comer juntos de casa en casa (Hch 2:46), terminasen o principiasen las comidas normales con el festín conmemorativo, sin que el Partimiento del Pan se limitase al "primer día de la semana"; el obedecer el último deseo que su Señor expresó antes de su Pasión significaría para ellos algo muy espontáneo y natural. Más tarde, después de la dispersión de la comunidad cristiana de Jerusalén, no quedaba más señal visible de esta vida en común que el "ágape" que pronto se limitó al primer día de la semana. Era una especie de "comida oficial" de la iglesia, aportando todos lo que pudieran y siendo quizás un acto de ayuda práctica para los hermanos pobres. La carnalidad creciente de muchos llegó hasta estropear esta hermosa costumbre, de modo que Pablo tuvo que frenar abusos y poner todo el énfasis sobre la Cena del Señor por ser la ceremonia divinamente instituida, y que tenía que celebrarse con toda solemnidad y dignidad. No prohibió el ágape, sin embargo, y en ciertas regiones persistió por algunos siglos, viéndose aún vestigios de la "comida en común" en los refrigerios de las "reuniones de iglesia" de muchas congregaciones (Hch 20:7-12).
5. Las oraciones (Hch 2:42)
La oración es parte esencial de toda verdadera iglesia. Sana doctrina, buena comunión, el Partimiento del Pan son todos elementos importantísimos, como hemos visto, pero todo ello quedaría anulado si los creyentes no se sintiesen impulsados a elevar su corazón a Dios en lo que Pablo I!ama: "peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias" (Fil 4:6). No hay por qué pensar en "formularios" de oraciones que se repitiesen en común, pues la vida inicial de la Iglesia se caracterizaba sobre todo por la abundancia de poder espiritual, y podemos estar seguros de que las palabras brotaban espontáneamente de corazones llenos del Espíritu Santo. La liturgia corresponde a épocas posteriores, cuando parecía necesario poner palabras en los labios de los cristianos reunidos para el culto, ya que la frialdad de sus corazones impedía que brotasen los deseos de su corazón en candentes súplicas y acciones de gracias delante del Padre.
6. Reuniones en el Templo (Hch 2:46)
Nos parece extraño a primera vista que los creyentes "perseverasen unánimes cada día en el Templo", además de comer y partir el pan en las casas. Nosotros leemos estos pasajes conociendo ya el mensaje de la Epístola a los Hebreos como también el significado de la destrucción del Templo en el año 70, pero hemos de intentar guardar la debida perspectiva histórica, comprendiendo además que el mensaje de esperanza y de vida por medio del Resucitado se dio primeramente a los judíos. Los convertidos se consideraban como hebreos que habían reconocido a Jesús como su Mesías, y, siendo aún un "misterio" no revelado la formación de la Iglesia por medio de los salvos de entre judíos y gentiles, les parecía muy propio que se reuniesen en los amplios atrios del Templo, siendo su lugar predilecto el peristilo llamado "de Salomón", al este de los atrios. Recordaban el ejemplo del Maestro y quizá pensaban que ellos habían de presenciar el cumplimiento de la profecía de Malaquías: "Y vendrá súbitamente a su Templo el Señor" (Mal 3:1-2) y que ellos estarían allí para darle la bienvenida.
Los judíos eran estrictos en cuanto al cumplimiento rígido de la Ley según la "tradición de los Ancianos", pero a la vez eran amantes de la discusión religiosa y no impedían la formación de asociaciones llamadas "haburah" en torno a ciertos rabinos. Por entonces, para los judíos mismos, los "nazarenos" constituían otra secta dentro del judaísmo que seguía las enseñanzas de Jesús. El tiempo había de demostrar que la "pieza nueva" de la Iglesia no podía coserse en la prenda vieja del judaísmo degenerado, y que el "vino nuevo" del Espíritu no podía manifestarse por el ritual del Templo. Más tarde daremos consideración a la protección que Dios les otorgaba al reunirse precisamente en el recinto controlado por sus enemigos de la casta sacerdotal.
7. La comunidad de bienes (Hch 2:44-47) (Hch 4:32-37)
En los rendidos corazones de los primeros cristianos el Espíritu encendió una llama ardiente de amor, que es su "primer fruto" (Ga 5:22), y por algún tiempo este amor pudo anular el elemento contrario del egoísmo, de tal forma que nadie se interesaba por lo que poseía, y en cambio ponía toda su atención en la manera de ayudar al hermano. De ahí, y de una forma completamente espontánea, empezaban los adinerados a traer su peculio a los apóstoles para su distribución, vendiendo los propietarios sus fincas con el mismo fin. Al mismo tiempo la "comunión del Espíritu" les impulsaba a reunirse constantemente, de modo que comían en común. No eran solamente una iglesia, sino también una comunidad: punto que hay que recordar al interpretar algunos de los incidentes posteriores. Tengamos en cuenta los puntos siguientes: a) No había obligación ni ley alguna sobre la venta de los bienes y la entrega del dinero (Hch 5:4), sino que cada uno obraba movido por el espíritu espontáneo de comunión. No formaban, pues, la "primera sociedad comunista". Alguien ha notado la diferencia de esta forma: "El comunista dice al rico: Dame lo que tú tienes. El cristiano rico decía a su hermano pobre: Toma lo que yo tengo". b) Como no había "ley" que exigiera el reparto, ni siquiera en la comunidad de Jerusalén que se forjó al calor de un amor ardiente, menos aún hay "ley" para la Iglesia en tiempos posteriores. Pero permanece el amor —mayor aún que la fe y la esperanza—, que debiera vencer el egoísmo ayudándonos a realizar obras iguales a las de la primera iglesia en cuanto a Su espíritu y poder (1 Jn 3:16-17). Lo que recalcan las enseñanzas de Pablo sobre el tema es que cada creyente ha de reconocer que es mayordomo del Señor a los efectos de todo cuanto posee, que ha de administrar con sabiduría y amor, y con miras a la extensión del Reino de Dios. Humanamente hablando, la "comunidad" de Jerusalén no constituyó un éxito, y años más tarde vemos a la iglesia en Jerusalén sumida constantemente en la pobreza, necesitada de la ayuda de los cristianos gentiles (Hch 11:29-30) (Ro 15:26), pero Dios ha querido colocar en el portal de la historia de la Iglesia, y por medio de una hermosa experiencia vivida, este gran lema: EL AMOR EN EL PODER DEL ESPÍRITU VENCE EL EGOÍSMO.

Temas para meditar y recapacitar

1. Describa cómo los tres mil convertidos del Día de Pentecostés fueron añadidos a la Iglesia, notando todos los pasos y haciendo ver el significado de este relato para la labor de fundar iglesias en nuestro tiempo.
2. Hágase un análisis completo de (Hch 2:42), señalando los principios que han de regir en una iglesia local.
Copyright ©. Texto de Ernesto Trenchard usado con permiso del dueño legal del copyright, Centro Evangélico de Formación Bíblica en Madrid, exclusivamente para seguir los cursos de la Escuela Bíblica (https
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