Estudio bíblico: El ministerio de Cristo en el verdadero tabernáculo - Hebreos 9:1-28

Serie:   La epístola a los Hebreos   

Autor: Ernestro Trenchard
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Reino Unido
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El ministerio de Cristo en el verdadero tabernáculo (He 9)

Argumento general

El escritor señaló al principio del capítulo 8 el significado real, pero limitado, del modelo que hizo Moisés en representación simbólica del tabernáculo verdadero, pero antes de detallar el concepto hizo un alto para notar la desaparición del viejo pacto que ya había cumplido su propósito y cedía su lugar al nuevo, basado éste sobre una obra de gracia de parte de Dios, y que resultaba en una obediencia interna y espiritual. Pero quedó por señalar la base de esta nueva obra, y se vuelve en el capítulo 9 al tema del tabernáculo del desierto y sus servicios con el fin de subrayar luego la perfecta obra de Cristo que cumplió todo cuanto indicaban las sombras anteriores. Además de la disposición del tabernáculo (véase Exodo capítulos 25-31), el fondo de ideas y del simbolismo proviene principalmente de Levítico capítulo 16, que detalla el gran "día de las expiaciones" cuando se ofrecía el sacrificio por los pecados de ignorancia de todo el pueblo, enviándose luego el macho cabrío "Azazel" al desierto para indicar la "remisión" de los pecados. Ya recomendamos al estudiante el repaso de estas porciones cuando meditamos el significado general del sacerdocio en el capítulo 5, de modo que le suponemos familiarizado con los conceptos generales del "gráfico" que las Escrituras nos presentan por medio del régimen levítico.
Después de notar la disposición de algunos de los muebles del tabernáculo (con referencia especial al Lugar Santísimo), el escritor nos hace ver que la dificultosa entrada del sumo sacerdote velo adentro una sola vez al año puntualiza la lección, que "aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo", y eso por la pobre calidad de los sacrificios y presentes que se ofrecían. La presentación de Cristo en escena, como verdadero sumo sacerdote de "los bienes venideros", quien pasa a través del mayor y más perfecto tabernáculo llevando su propia sangre, introduce un cambio radical. El pudo obtener una redención eterna, y no sólo eso, sino dar descanso a las conciencias atribuladas.
En virtud del sacrificio de sí mismo, Cristo garantizó además el nuevo pacto cuyos hermosos frutos hemos considerado ya en la profecía de Jeremías, y su muerte también da validez al "testamento" (o "pacto") que nos asegura la herencia eterna. "El derramamiento de sangre" se precisaba para dar su limitada validez al primer pacto de "prueba", pues sólo este símbolo podía hablar de la "muerte" que satisfacía las exigencias de la ley quebrantada.
Al final del capítulo (He 9:23-28) vemos al sumo sacerdote en el ejercicio de sus funciones en la presencia de Dios, habiendo anulado el pecado por el gran sacrificio que se ofreció en "la consumación de los siglos". En vista de ello, los creyentes ya no temen la muerte natural ni el juicio que normalmente le sigue, sino que esperan ansiosamente a su Señor, sabiendo que la salvación que procuró a su favor se manifestará plenamente en su gloriosa venida.
La disposición del tabernáculo terrenal (He 9:1-5). No se niega el valor de los preciosos símbolos del tabernáculo en el desierto y el ritual con ellos asociados, pues eran "ordenanzas" establecidas por el mandato de Dios. Como buen israelita (¿levita, quizá?), el escritor describe con cariño y reverencia los dos departamentos del tabernáculo y sus muebles, y con verdadero sentimiento nota que no puede detenerse para hablar con detalle de todo ello (He 9:5). Provistos nosotros con la "llave" de esta interpretación de ciertos aspectos del tabernáculo y de su ritual, nos es legítimo meditar en el significado espiritual (en la esfera de "los bienes verdaderos") de los detalles que el autor de Hebreos no pudo tocar, pero siempre que se haga con humildad y sin dogmatizar en pormenores donde fácilmente cabrían diversas explicaciones. A la luz de la porción que tenemos a la vista, es evidente que el significado de la tienda material y su culto sobrepasa ampliamente el marco meramente histórico y nacional de su inauguración, pero al mismo tiempo este "marco" no puede perderse de vista y hace falta seguir una prudente "vía media" entre la aridez de un mero historicismo, por una parte, y los excesos de una espiritualización exagerada, por otra parte. ¡La interpretación de las Escrituras no está reñida con el sentido común!
En el Lugar Santo se hallaban el candelero, símbolo de Cristo juntamente con su pueblo como "luz" en medio del mundo, y la "mesa", encima de la cual se exhibían los "panes de la proposición", o sea Cristo como el "pan de vida", presentado primeramente a Dios, pero llegando a ser también el alimento y el sostén de los "creyentes-sacerdotes". El simbolismo del "velo" es importantísimo al argumento de esta epístola y volveremos a considerarlo más detenidamente en el capítulo 10. Basta notar aquí que la hermosura y la perfección del velo hacían separación entre los dos departamentos e impedían la llegada aun de los sacerdotes al Lugar Santísimo. De igual forma, la perfección de la persona divina y humana de Cristo, lejos de facilitarnos el paso a la presencia de Dios, mostraba lo imposible de tal acercamiento, aparte del sacrificio por el cual el velo partido llegó a ser camino abierto a la presencia divina. Se llama "segundo velo" aquí, porque el "primero" se colgaba sobre la entrada del Lugar Santo.
El mueble principal del Lugar Santísimo era el arca, cubierta toda ella de oro fino. La tapaba el propiciatorio, donde se salpicaba la sangre de la víctima en el día de las expiaciones, y, labrados del mismo material del propiciatorio, surgían los querubines que sombreaban el arca. Fue el lugar de la manifestación de la gloria de Dios, su "Trono", que en reducido símbolo hablaba de aquel gran "centro" de todo lo creado.
Se habla también de un "incensario de oro" (He 9:4), como si se hallara dentro del Lugar Santísimo; desde luego, Aarón tenía que meter un incensario encendido dentro del velo mientras oficiaba en el Lugar Santísimo en el día de las expiaciones (Lv 16:12), cuyo perfume hablaba de las excelencias de Cristo, pero no sabemos nada de tal incensario como mueble permanente del departamento de más adentro. Con más probabilidad la referencia es al altar de incienso, todo él de oro, que se colocaba inmediatamente delante del velo, pero en íntima relación con el Lugar Santísimo, y era símbolo permanente de la adoración del pueblo.
Las segundas tablas de la ley tenían que meterse dentro del arca, pues, establecidas visiblemente en medio del campo del pueblo tantas veces rebelde, habrían sido medio de ira y de juicio. De hecho Dios las miraba a través del propiciatorio ensangrentado, que hablaba de la sentencia de la ley cumplida en Cristo, y de esa forma pudo morar allí, manifestando su misericordia sin mengua de su justicia.
En la historia de Israel no se dice que la urna con el maná y la vara de Aarón que reverdeció se colocaran dentro del arca, sino delante de ella (Ex 16:33-34) (Nm 17:10-11), y más tarde se dice específicamente que no había nada en el sagrado símbolo sino las tablas de la ley (1 R 8:9); pero eso no quita que, según una fuerte tradición rabínica, no hubiesen estado dentro en algún período. De todas formas, lo que nos interesa es la importancia de estos objetos para el escritor inspirado aquí, y no es difícil ver por qué la urna de maná y la vara que reverdeció se viesen en íntima relación con el centro de la adoración de Dios. El maná es Cristo como "pan de vida descendido del cielo", según la explicación del Maestro mismo en Juan 6, siendo él el sostén y la vida de los suyos en sus peregrinaciones. La "vara que reverdeció" determinó que Aarón, y no otro, había de ser sumo sacerdote (Nm 17), siendo figura en esto de Cristo, cuya resurrección le señaló una vez para siempre como el Hijo de Dios (Ro 1:4). Los querubines son símbolo misterioso, pero varios contextos (Ez 1) (Ap 4:6-9) (Ap 6:1-3) los presentan como los ejecutores de los designios de Dios y como símbolo de la potencia divina al llevar a cabo la obra de redención y de juicio.
El camino cerrado (He 9:6-10). En los versículos 6 y 7 pasamos al día de las expiaciones, señalándose únicamente el hecho de que el sumo sacerdote sólo pudo entrar en el Lugar Santísimo una vez al año, primeramente con la sangre de su propia víctima, y luego, siendo él simbólicamente limpio por el momento, pudo llevar adentro la sangre del macho cabrío, víctima expiatoria por el pueblo todo. Este cuadro estará presente durante todo el capítulo como sombra anticipada de la gran obra completa del sumo sacerdote eterno, pero en este punto no se saca más que la lección negativa: "dando a entender el Espíritu Santo esto: que aún no ha sido manifestado el camino al Lugar Santísimo en tanto que está en pie el primer tabernáculo" (He 9:8); se veía claramente la importancia de llegar a la presencia de Dios, pero, al mismo tiempo, el acceso tan dificultoso e infrecuente puso de relieve las enormes dificultades para que el hombre pecador pudiese verse en la presencia de Dios para adorarle.
Al mismo tiempo los dones materiales y el ritual externo eran importantes para hacer una obra perfecta en la conciencia del adorador (He 9:9-10), pues no pasaban de proveer una limpieza "carnal", o sea, a los efectos de participar en el culto externo. Todo ello fue una "parábola", o "lección objetiva", para aquel "tiempo presente" impuesto "hasta el tiempo de la reformación". La palabra original es "diorthosis", o sea, el "retorno a la norma recta" del ministerio mediador del Hijo según lo expuesto al considerar el sacerdocio según el orden de Melquisedec.

Cristo ministra en el verdadero tabernáculo (He 9:11-14)

Cristo cumple el sentido espiritual del día de las expiaciones (He 9:11-12). El versículo 11 empieza con una hermosa frase que indica claramente la transición de lo viejo a lo nuevo: "Mas estando ya presente Cristo...". Todos los defectos y la ineficacia del régimen antiguo dependían de la ausencia del verdadero redentor, pero él ya se ha presentado, siendo la sustancia real de cuanto se prefiguraba tanto en los enseres del tabernáculo, las vestiduras de los sacerdotes, como en el ritual de los sacrificios y las ofrendas. Han cumplido su cometido, pues, y pueden retirarse.
Aarón, en el día de las expiaciones, después de toda la labor preliminar que exigía su propia flaqueza, recogía la sangre del macho cabrío sacrificado por el pueblo en el altar de los holocaustos cerca de la puerta del atrio del tabernáculo, y luego atravesaba el atrio, pasando cerca del lavacro, para adentrarse en el Lugar Santo por la hermosa cortina que cubría la entrada. Normalmente, junto con sus hijos, quedaría allí para ejercer su ministerio en relación con la mesa de la proposición, el candelabro y el altar del incienso, pero en aquel día tan especial no se hallaba nadie allí sino él solo, y no había de parar, sino proseguir temblando, llevando su preciosa carga, hacia el velo, dentro del cual subían nubes de perfume del incensario. Levantaba el velo y se hallaba ante el arca donde Dios manifestaba su gloria. Su cometido era el de meter la sangre, o vida del sacrificado, velo adentro, esparciéndola siete veces (número de la perfección) delante y sobre el propiciatorio. Así el símbolo de la "muerte expiatoria" se presentaba en la presencia de Dios y respondía por iniquidades del pueblo. No había asiento a la diestra de aquel "trono", pues la obra no se terminaba nunca, sino que el simbolismo, repetido bajo varias formas todos los días, había de llevarse a cabo de nuevo cuando viniera otro día de expiaciones.
Cristo, sumo sacerdote de los "bienes venideros", o sea, del nuevo orden espiritual, ofreció, no sólo el sacrificio de un animal inocente, de puro valor simbólico, sino su propio ser, y al derramar su sangre indicó de forma externa que había ofrendado su preciosa vida, de valor infinito, sobre la Cruz cuando "fue hecho pecado" por nosotros. Hablando en símbolo, desde luego, pero expresando así una hondísima verdad espiritual, Cristo, inaugurando ya sus funciones sacerdotales, llevó su "propia sangre" a través de los vastos "atrios" del verdadero tabernáculo y la presentó en el gran centro de todas las cosas, en la presencia inmediata de Dios, haciendo constar de una forma solemne, y una vez para siempre, que el verdadero sacrificio se había ofrecido, que el pecado se había purgado, que las demandas de la justicia y de la santidad de Dios se habían satisfecho y que las antiguas barreras entre Dios y el hombre pecador se habían derribado.
Cristo entró y (simbólicamente hablando) se sentó, no teniendo necesidad de apresurarse a salir, pues "entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención". He aquí la ampliación de la significativa frase de la sublime introducción de la Epístola: "El Hijo..., habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas".
La limpieza de la conciencia (He 9:13-14). Después de presentar el gran hecho que corresponde al simbolismo del día de las expiaciones, el escritor nos hace ver el efecto de todo ello en la conciencia del pecador, pues el magno acontecimiento histórico surte efectos subjetivos, pero reales, dentro de cada adorador, pues de otra forma carecería de sentido. La conciencia acusa la presencia del pecado y hace que el hombre sienta su culpabilidad. El peor estado posible es cuando la conciencia endurecida no acusa los movimientos de pecado dentro de nosotros, porque en tal caso no hay posibilidad de que el hombre acuda al remedio. Pero la conciencia sensible, en su labor acusadora, produce un estado de gran intranquilidad y desasosiego. No hay paz, no hay descanso, pues se sabe de una forma más clara o más velada que la terrible cuenta moral con Dios está todavía pendiente.
En la provisión temporal del antiguo régimen hubo dos defectos fundamentales: 1) tenía que ver solamente con manchas externas, tales como los contactos con cuerpos muertos u otros objetos ceremonialmente inmundos; 2) esta limpieza circunstancial se conseguía por medio de cosas materiales y actos que carecían de valor intrínseco. El simbolismo aquí se basa principalmente sobre la ordenanza de la "vaca alazana" del capítulo 19 de Números, que debiera leerse. La vaca alazana fue sacrificada según el característico ritual de un sacrificio por el pecado, o de expiación, pero una vez quemada la víctima, se guardaban las cenizas en lugar limpio. Si algún israelita se daba cuenta de que había incurrido en alguna "inmundicia" ceremonial, había de ser rociado con agua "viva" (fresca) que se había echado en un vaso sobre estas cenizas. Luego, después de unos días de separación, se consideraba de nuevo como "limpio" y capacitado para tomar su parte en el culto del pueblo. Las cenizas de la vaca alazana, así guardadas y utilizadas, nos hablan del valor permanente del sacrificio de Cristo, que, aplicado a la conciencia del creyente que se da cuenta de alguna mancha en su vida (y que lo confiesa sinceramente), restaura la comunión con Dios en el sentido de (1 Jn 1:5-2:2).
Si leemos los versículos 13 y 14 a la luz del simbolismo que hemos notado, comprenderemos bien unas frases que de otra forma carecerían de sentido. Podemos expresar el sentido general de la forma siguiente: "Porque si la sangre de machos cabríos y de toros (principales sacrificios de expiación) y las cenizas de una becerra (utilizadas según la tipología de la "vaca alazana" que ya hemos considerado), rociadas sobre aquellos que se han contaminado de una forma ceremonial, santifican para la pureza del cuerpo, de tal forma que aquellos que así han sido limpiados pueden participar otra vez en los ritos externos del culto, ¡ cuánto más la sangre de Cristo (que es todo el valor de la muerte expiatoria del Dios hombre), el cual por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mácula a Dios, purificará nuestra conciencia de toda obra manchada por el pecado (que es muerte) para que sirvamos en un culto espiritual al Dios viviente!".
Según este simbolismo, y conforme al sentido general del contexto, no creemos que las "obras muertas" del versículo 14 sean "obras legales" en contraste con las obras efectuadas por el auxilio del Espíritu Santo, como en muchos pasajes del apóstol Pablo, sino como indicamos en la paráfrasis de arriba, aquello que corresponde, en la realidad espiritual, al contacto con los "muertos" en el capítulo 19 de Números, o sea, todo lo pecaminoso, cuya "paga" es muerte, y que impide la comunión con Dios. Se trata aquí de la paz de la conciencia y del descanso absoluto del atribulado pecador, quien, después de despertarse a su condición de culpabilidad delante de Dios, comprueba que la preciosa sangre de Cristo responde eficazmente por él en la presencia inmediata de Dios.
Hay mucho peso de doctrina en la frase: "el cual par el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mácula a Dios". Hemos notado anteriormente la gran importancia de la declaración reiterada que el Señor ofrendó o se entregó a sí mismo, en todo el valor de su persona divina y humana. "Por el Espíritu eterno" podría significar que esta parte de la obra del Señor, como todo lo demás, se efectuó por la potencia del Espíritu Santo con la cual fue ungido para su ministerio, pero se ha de notar que falta el artículo en el original, de modo que se podría leer más correctamente: "por su Espíritu eterno"; es decir, de acuerdo con todos los postulados de su ser y su deidad. Lo que era en la eternidad le llevó a ser la víctima perfecta del sacrificio que se presentó en la "consumación de los siglos", ya que la gran obra de la redención llevada a cabo mediante la encarnación y la Cruz era algo que "convenía" a la naturaleza divina (He 2:10-18).
El pacto-testamento. No todos los que mejor conocen griego están de acuerdo sobre la manera en que han de leerse los versículos 16-17. Resulta que la misma palabra "diatheke" puede traducirse por "pacto" o "testamento", bien que en el Nuevo Testamento el sentido en casi todos los lugares (algunos dirían "todos") es el de "pacto", y precisamente en estos versículos es donde más dudas se ofrecen sobre la manera en que debe traducirse. Eso no afecta para nada, sin embargo, a las enseñanzas básicas del pasaje.
El versículo 15, después de la hermosa presentación del ministerio del sumo sacerdote en el verdadero tabernáculo que lo precede, vuelve al concepto del "pacto", pues ya se ve cómo el "nuevo pacto" puede tener su eficacia interna y espiritual, porque se garantiza por el mediador cuya muerte ha tenido lugar para la redención de los transgresores que pecaron bajo el pacto del Sinaí. Pero, al hablar de la garantía del nuevo pacto por medio de Cristo, recoge el autor también la idea de la "herencia" que Dios tantas veces había prometido, haciendo ver que tal promesa puede cumplirse ya a favor de los llamados de Dios.
Lo que recalca el escritor en los versículos 16 y 17 es que el pacto (o testamento) sólo puede tener validez y entrar en operación mediante una muerte, y, desde luego, la lección fundamental es que los herederos no podrían ser bendecidos y entrar en posesión de su herencia aparte de la muerte consumada de Cristo en la Cruz. Si aquí la palabra "diatheke", por excepción, quiere decir "testamento", entonces la metáfora, influida por el pensamiento de la "herencia", viene a ser la siguiente: como el testador de un testamento ha de morir antes de que sus herederos puedan recoger lo que se les garantizó en el documento legal, así Cristo tuvo que dar su vida para que nosotros llegásemos a entrar en la herencia.
Ahora bien, tal figura rompe el hilo de la exposición del "pacto" y es de difícil aplicación en la esfera espiritual, puesto que nosotros somos "coherederos con Cristo" y heredamos, no aquello que él nos dejó, sino lo que ganó por su muerte y su resurrección y en lo que participamos gracias a nuestra unión vital con él. Consideremos, pues, otra interpretación que mantiene el concepto del "pacto", recordando que en los acuerdos solemnes en Israel siempre mediaba la muerte de la víctima (Gn 15:8-18) (Jer 34:18-19), y que sólo cuando se había dado la muerte al animal y las partes contrayentes habían pasado por en medio de los pedazos podían entrar en vigor las provisiones del acuerdo. En tal caso la palabra traducida por "testador" ha de entenderse como de la víctima sacrificada que da validez al pacto; y leeremos los versículos 16, 17 como en el margen de la versión H.A.: "Porque donde se hace un pacto, es necesario que se presente la muerte de la víctima designada, porque un pacto es confirmado sobre víctimas muertas, puesto que no tiene fuerza mientras viva la víctima designada". A nuestro ver, esta interpretación, a pesar de cierta dificultad, es la que mejor cuadra con la presentación general de esta gran verdad en las Escrituras y con el contexto de los versículos.
"La Sangre del Pacto" (He 9:19-22). Estos versículos se enlazan con los precedentes por medio de la conjunción "porque", lo cual viene a confirmar que en todo el pasaje la "muerte" que intermedia es la de la víctima propiciatoria: elemento indispensable en todo cuanto Moisés hacía, pues Dios no podía tratar con el pueblo pecador sin el recuerdo de la obra de expiación del Calvario. Tanto fue así en el antiguo régimen que quedaba firmemente establecido el gran principio: "Sin el derramamiento de sangre no se hace remisión".
El primer ejemplo se saca de (Ex 24:1-8), cuando al pie del monte el pueblo se comprometió a guardar todas las palabras que Jehová había hablado. Por su loco compromiso se hallaban expuestos a la ira que corresponde a la ley quebrantada, pero Moisés, sin perder un momento, y aun antes de establecerse el ritual del tabernáculo, se apresuró a sacrificar víctimas y rociar al pueblo con la sangre vertida, que de esa forma les "protegía" simbólicamente. Fue un anticipo, como diríamos "de urgencia", de lo que había de representarse repetida y detalladamente por medio de los sacrificios levíticos.
El autor nota que este principio de la purificación por la sangre fue general en el caso del tabernáculo en el desierto. En el Exodo y Levítico hay mención especial de la limpieza del altar y de las vestiduras de los sacerdotes por este medio, pero aprendemos aquí que se aplicaba a todos los vasos del tabernáculo como base de su "separación" para el servicio del Dios Santo.

Significado de la sangre

En vista de la insistencia sobre el "derramamiento de la sangre" en este pasaje, quizás éste es el lugar más indicado para intentar una explicación más completa de este sagrado símbolo, que atraviesa todas las Escrituras como un "hilo carmesí", pasando desde las víctimas que proveyeron los vestidos de pieles a nuestros primeros padres, hasta los cánticos del Apocalipsis.
La clave se halla en (Lv 17:1-14), con referencia especial al versículo 11, que ha de leerse como en la Versión Moderna: "Porque la vida de la carne en la sangre está, la cual os he dado para hacer expiación en el altar por vuestras almas (o vidas), porque la sangre, en virtud de ser la vida, es la que hace expiación". El simbolismo se basa en el hecho de que "la paga del pecado es muerte", de modo que, normalmente, el pecador ha de perder la vida y morir eternamente. Pero el Dios-Hombre se presentó y, en perfecta identificación con el hombre, tomó el lugar de éste y rindió su vida de infinito valor sobre el altar de la Cruz. La vida que la justicia de Dios exigía se ofrendó, pues, una vez para siempre y hace expiación por el pecado. Cuando el apóstol Juan testificó con tanta solemnidad que él mismo vio cómo el soldado romano abrió el costado del Señor "y al instante salió sangre y agua", dio su testimonio al hecho de que la vida de la Víctima se había entregado totalmente a favor del pecador cuando Cristo "se ofreció a sí mismo". La sangre, pues, es "la vida de la víctima expiatoria dada sin reserva sobre el altar para hacer expiación por el pecado", y cada mención de la sangre (en sentido de sacrificio) por todo el Antiguo Testamento representa en figura la vida de valor sin límites del Dios-Hombre entregada en expiación sobre la Cruz, y que sólo esa vida pudo satisfacer las demandas del trono de Dios.

El sacrificio en la "consumación de los siglos" (He 9:23-28)

Con estos versículos llegamos a la cumbre de la magnífica cordillera de elevados pensamientos inspirados que con deleite hemos venido contemplando a través de los capítulos anteriores. Primeramente se ve el gran sacrificio en relación con toda la vasta esfera de la creación, visible e invisible; se destaca después en la sublime altura que se denomina "la consumación de los siglos", señalándose a continuación como el poderoso medio para vencer los terrores de la muerte y del juicio y para abrir las nuevas y hermosísimas perspectivas que se relacionan con la venida gloriosa de Cristo.

La limpieza de las cosas celestiales (He 9:23-24)

Los sacrificios, ofrendas y ritos, como ya hemos visto, eran suficientes para mantener la limpieza ceremonial de los adoradores del antiguo régimen, con el fin de que fuesen capacitados éstos para tomar su parte en el culto externo, "figuras de las cosas que hay en el cielo". Pero la limpieza de las mismas cosas celestiales exigía "mejores sacrificios", o sea, la ofrenda de la persona de Jesucristo, que resume en sí todos los sacrificios anteriores.
Nos extraña algo la frase "las mismas cosas celestiales". ¿Es que los cielos necesitan también limpiarse por sacrificio de expiación?
En primer término, hemos de recordar que el pecado empezó en las esferas celestiales por la rebelión de Satanás y de las huestes angélicas que le siguieron en su caída (2 P 2:4) (Ef 6:12), de modo que los mismos cielos no son puros a la vista del Dios Santo (Job 15:15). Por eso la obra de la Cruz ha de extender su benéfica influencia por todas las esferas, terrestres y celestes, haciendo posible luego la renovación completa de los cielos y la tierra. Algunos podrían objetar que parece increíble que este globo terráqueo, tan insignificante en relación con el universo todo, fuese escogido como escenario para este acontecimiento máximo, que es el centro de toda la obra de Dios, pero el creyente recibe su luz por la revelación, y sabe que, ante el Dios infinito, la importancia intrínseca de las cosas no depende de "medidas" ni de "volúmenes", sino de lo que determina su voluntad.
En segundo término, hemos de notar que "las cosas celestiales" se ponen en contraste con "las cosas materiales" del tabernáculo en el desierto, y así la frase viene a ser equivalente a la realidad espiritual revelada en Cristo, de modo que el escritor dice, en efecto: "Si en el régimen material de sombras hacían falta los sacrificios de animales, en la esfera de la realidad espiritual, a la que entramos ahora, se precisa un sacrificio de valor incalculable y que sólo Dios pudo proveer y que sólo una persona divina pudo realizar".
Reiterando la gran enseñanza que ya hemos meditado, se hace constar que la "entrada" de Cristo se diferencia grandemente de la de Aarón en el reducido Lugar Santísimo del tabernáculo material, pues penetró en el mismo cielo para comparecer a favor nuestro ante la faz de Dios. Frente a tanta magnificencia podríamos pensar que no habría lugar para el recuerdo de tales seres como nosotros, miserables gusanos de la tierra, pero precisamente en este contexto se recalca que el gran Sumo Sacerdote comparece allí a favor de nosotros, y recordamos las lecciones de los capítulos 2 y 5 que hablaban de una forma tan sentida de las disciplinas de la vida terrenal de nuestro Sacerdote que le capacitaban para ser el compasivo "Paracletos", llamado a ser nuestro celestial "Ayudador" en el centro de todas las cosas.

La "consumación de los siglos" (He 9:25-26)

En los versículos 23 y 24 el sacrificio se relacionaba con las amplias esferas de los dominios de Dios, mientras que estos que tenemos delante lo sitúan en su lugar en las "edades", o sea, los grandes períodos de tiempo a través de los cuales los designios de Dios se realizan, caracterizado cada uno de ellos por un "signo" especial. La frase que se halla a menudo en la versión Reina Valera, "el fin del mundo", seria mejor traducirla como la "consumación del siglo", pues cada uno de estos períodos llega a su momento cumbre, cuando, terminado su propósito y generalmente tras un tiempo de transición y de enlace, cede ante el próximo. Hay buenas razones para creer que lo que llamamos "eternidad", en cuanto a la experiencia de los redimidos, será una sucesión de "siglos" que hallan su origen y su sentido especial en el ser infinito de Dios, quien sólo es Eterno en el sentido exacto de la palabra.
La "consumación del siglo", en singular (Mt 24:3), se refiere al fin de este período presente, cuando vuelva el Señor para inaugurar el siguiente "siglo" del Milenio; pero la frase que tenemos en el versículo 26: "Mas ahora, una vez para siempre, en la consumación de los siglos, (Cristo) se ha manifestado por el sacrificio de sí mismo, para anular el pecado", no habla del fin de uno de estos "períodos", sino de la consumación de todos ellos. Si los muchos "siglos" que han visto y verán el desarrollo de los designios de Dios pudiesen representarse por los gigantescos picos de la cordillera del Himalaya, entonces la obra de la Cruz, el Calvario en su hondo sentido de "sacrificio consumado", sería el Everest. Pero la ilustración dista mucho de ser adecuada, pues en el caso que consideramos, todos los demás siglos dependen de la gran consumación, adelantándose todos los precedentes hacia la gran cumbre y derivando todos los sucesivos su valor y su existencia del mismo acontecimiento. Quizá nos será permitido pensar (con la ausencia de todo dogmatismo como requiere el gran misterio de los arcanos divinos) que la obra de la creación en todos sus aspectos no habría sido posible sin la perspectiva del hecho eterno de la Cruz. Algo así se vislumbra en las palabras del apóstol Pedro al hablar de la redención efectuada "con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros" (1 P 1:19-20). Las Escrituras indican una misteriosa "necesidad" detrás del gran hecho, como si la verdadera creación permanente y espiritual solamente pudiera alumbrarse mediante los dolores de la Cruz; aquella Cruz que sólo permite la revelación plena de la naturaleza de Dios como amor. Sea ello como fuere, es un hecho incontrovertible que la nueva creación se eleva sobre la piedra fundamental del sacrificio de su Creador, quien fue manifestado en todo el valor de su ser para "anular" o "abolir" el pecado por la entrega de sí mismo. La palabra "anular" indica que quitó el valor y la fuerza de todo aquello que se opone a la voluntad de Dios. Así que l

Comentarios

Argentina
  Almiron Serguio Walter  (Argentina)  (09/11/2023)
Bendito sea Dios padre por su gracia inefable,
Gracias a Dios por dar a Revelar su misterio a los santos elegido y apartado para dar a conocer un mensaje de los últimos tiempos.
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