Estudio bíblico: La eficacia de la oración - Juan 14:13-14

Serie:   El Evangelio de Juan   

Autor: Luis de Miguel
Email: estudios@escuelabiblica.com
España
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La eficacia de la oración (Juan 14:13-14)

Anteriormente vimos que Cristo capacitó a sus discípulos con su poder para realizar la obra que les iba a encomendar, de tal manera que llegarían a hacer incluso obras mayores que las de él. Ahora vamos a ver que el acceso a ese poder ilimitado se encuentra a través de la oración.

"Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré"

(Jn 14:13) "Y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo."
1. "Todo lo que pidiereis al Padre"
Ahora el Señor nos dice que la realización de estas "obras mayores" estará estrechamente vinculada con la oración. Notemos que la forma en la que plantea el asunto parece ser un desafío para que usemos los infinitos recursos que Dios tiene preparados para nosotros. Es como si nos dijera: "Pedidme, ¿a qué estáis esperando?". Esto quiere decir que estas "obras mayores" no deben esperarse de una forma automática, sino que serán la respuesta a la oración: "si pidiereis". Santiago afirma lo siguiente: "No tenéis lo que deseáis, porque no pedís" (Stg 4:2).
La promesa de Cristo es que el Padre nos escucha y está dispuesto a contestarnos.
Cuando leemos con atención el libro de los Hechos de los Apóstoles comprobamos que la iglesia primitiva era una iglesia que oraba y que vio grandes cosas.
La oración tendería un puente entre las muchas necesidades de los discípulos y los ilimitados recursos de Dios (Fil 4:19). Pero debían "pedir". No es difícil entender que esto nos coloca en una actitud de humildad; como aquel que desde su necesidad recurre a Dios en busca de gracia y socorro. Notemos la gran diferencia que hay entre el lenguaje del Señor y lo que modernamente se enseña en muchos lugares en los que se exhorta a los creyentes a "declarar" o "decretar".
Por supuesto, aunque aquí se menciona el hecho de pedir en la oración, no debe ser éste su único propósito; también es el cauce por el que podemos presentar nuestros temores, penas o inquietudes ante el trono de Dios. Por medio de ella confesamos nuestros pecados, damos gracias a Dios por sus bendiciones, y sobre todo, le adoramos. No es necesario decir que cuando la oración se reduce a una lista interminable de peticiones, queda completamente empobrecida, aunque desgraciadamente, esto es lo que ocurre en demasiadas ocasiones con nuestra vida de oración.
No hay duda de que aquí el Señor nos está invitando a elevar nuestra mirada al cielo a fin de comenzar un diálogo con él. Finalmente, si deseamos vivir una vida triunfante es necesario estar en permanente contacto con el "puesto de mando" desde el que recibimos instrucciones y poder para seguir adelante.
Pero dicho esto, tal vez debamos preguntarnos por qué muchos cristianos recorren su peregrinaje por este mundo llevando tan poco fruto para el Señor; por qué tienen tan poca paz y fortaleza en su servicio a Cristo. Por qué permanecen sujetos a malos hábitos que los destruyen y de los que no se pueden librar. Tal vez la contestación más sencilla es que no piden a Dios lo que necesitan. Esta es la gran carencia del pueblo de Dios en estos días: no oramos lo suficiente.
Pero, ¿por qué no oramos más si tenemos ante nosotros promesas tan grandes como la que encontramos en este versículo? Quizá la razón se encuentre en la misma facilidad de nuestras oportunidades. El cielo está permanentemente abierto para que nosotros entremos hasta el mismo trono de Dios con nuestras peticiones, pero esa misma facilidad puede hacer que no valoremos adecuadamente el increíble privilegio que se nos ha concedido. Imaginemos que en lugar de ser así, Dios sólo estuviera dispuesto a escucharnos una vez al año y por espacio de unos pocos minutos; en ese caso, estaríamos durante todo el año preparándonos para presentarnos, lo haríamos con la máxima solemnidad, inmensamente agradecidos por el gran privilegio que se nos concede, y habiendo preparado bien nuestras palabras y lo que deseamos pedir. Pero desgraciadamente, la familiaridad que Dios nos ofrece, en lugar de aumentar nuestra apreciación por la oración, sólo parece hacer que disminuya.
En otras ocasiones objetamos que para qué es necesario orar si Dios ya conoce todo lo que necesitamos. Pero quien razona de esta manera es porque no entiende el propósito de la oración. No oramos a Dios para informarle de nuestras cosas, sino con el fin de mantener una relación y comunión filial con él.
Pero probablemente, el mayor problema que encontramos para orar esté relacionado con nuestra propia naturaleza caída. La verdadera oración es un trabajo que requiere esfuerzo, concentración, dedicación, y nuestra vieja naturaleza se muestra apática cuando pensamos en orar, y con facilidad somos arrastrados por ella hacia lo sensual y terrenal.
2. "En mi nombre"
Aunque muchos de nosotros estamos acostumbrados a orar al Padre por medio de Cristo, no hemos de pasar por alto el hecho de que ésta es la primera vez que el Señor dice que él es la puerta de entrada al Padre. Hasta ese momento nadie había orado al Padre en el nombre de Cristo, ni se les había garantizado que serían escuchados si así lo hacían. Notemos, por lo tanto, la importancia del nombre de Cristo y su unión con el Padre.
Es conveniente subrayar que nuestra esperanza de recibir algo de parte del Padre se encuentra en esta pequeña cláusula. Evidentemente, por nuestros propios méritos nunca seríamos escuchados. Sólo podemos acercarnos a la presencia de Dios por medio de los méritos de Jesucristo. Al orar en su nombre estamos reconociendo nuestra completa dependencia de él, al mismo tiempo que apelamos a su autoridad, obra y méritos.
En (Ro 8:26-27) encontramos que si bien la oración se dirige al Padre por medio de Cristo, también es cierto que necesitamos la ayuda del Espíritu Santo, de tal manera que las tres personas de la Deidad aportan su particular gracia a la oración.
En segundo lugar, no debemos pensar que se trata de usar el nombre de Cristo al final de nuestras oraciones, como si de una formula mágica se tratara, para pedir todo aquello que se nos antoje. Nuestras peticiones deben ser compatibles con su carácter, propósitos e intereses; eso es lo que significa orar "en su nombre". Implica que él está de acuerdo con lo que pedimos.
Como siempre, encontramos un ejemplo perfecto de lo que esto significa en la vida de oración del Señor Jesucristo. ¿Pediría él muchas de las cosas que nosotros pedimos? No hay duda de que seguir su ejemplo limitará mucho nuestras peticiones, porque él nunca pediría nada que no glorificara a su Padre o que no sirviera para adelantar el Reino de Dios. Pedir "en su nombre" debe seguir el ejemplo de Cristo mientras desarrolló su ministerio en la tierra, y tiene que servir para continuarlo de la misma manera. Si tenemos esto en cuenta, automáticamente quedan descartadas todas aquellas cuestiones mundanas, triviales o egoístas que sólo tienen como propósito adelantar nuestros propios intereses personales y hacernos la vida más fácil.
Esto es lo que confirmó el mismo evangelista en su primera epístola:
(1 Jn 5:14) "Y esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye."
Sólo hay garantías de que la oración será contestada afirmativamente cuando su fin sea que la voluntad de Dios sea hecha. Recordemos cómo el Señor enseñó a sus discípulos a orar: "Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra" (Mt 6:10).
Pero pedir de esta manera sólo será posible si vivimos en estrecha comunión con Cristo, porque en caso contrario, no conoceremos su voluntad ni sus deseos. Por esa razón, cuanto más cerca estemos de él, tanto más nuestros deseos serán los mismos que los suyos.
Es evidente, por lo tanto, que Dios no va a concedernos todas las cosas que le pidamos, sino sólo aquellas que se correspondan con su voluntad. Y aunque es probable que esto no nos guste en principio, es igualmente cierto que el peor daño espiritual que Dios podría hacer a la mayoría de las personas es concederles todo lo que ellos le piden de una manera materialista y egoísta.
En todo caso, es importante orar, tal como confirma Santiago: "la oración eficaz del justo puede mucho" (Stg 5:16). De esto encontramos infinidad de pruebas en las Escrituras. Abraham oró por la familia de Abimelec y fueron sanados (Gn 20:17); Isaac oró por su mujer Rebeca que era estéril y concibió (Gn 25:21); Moisés oró para que cesaran las plagas en Egipto, y éstas concluyeron (Ex 8:8-14) (Ex 8:28-31) (Ex 9:28-34) (Ex 10:17-19); también oró para que el pueblo no fuera consumido después de que hicieron el becerro de oro, y Dios le escuchó (Ex 32:11-14); la ferviente oración de Ana obtuvo como respuesta el nacimiento de su hijo Samuel (1 S 1:10-20); Samuel oró por el pueblo de Israel y Dios les dio la victoria sobre los filisteos (1 S 7:3-11); en respuesta a la oración de Elías, Dios concedió una importante victoria sobre el culto a Baal (1 R 18:36-40); y ese mismo profeta oró y vino una prolongada sequía sobre todo el país y después trajo también la lluvia (Stg 5:17-18); por la oración de Eliseo fue resucitado el hijo de la sunamita (2 R 4:33-37), y también fueron abiertos los ojos de su siervo para que pudiera ver los ejércitos de Jehová y que los ejércitos sirios fueran cegados (2 R 6:17-20); el rey Ezequías oró y fue librado de la invasión asiria de Senaquerib (2 R 19:15-37); Manases oró durante su cautiverio en Babilonia y Dios le restauró a Jerusalén a su reino (2 Cr 33:12-13); atendiendo las oraciones de Nehemías, Dios inclinó el corazón del rey persa Artajerjes para que Jerusalén fuera reconstruida (Neh 1:4-2:9); Job oró por sus amigos y por esta razón la ira de Dios no vino sobre ellos (Job 42:7-9); Daniel oró y le fue revelado el sueño de Nabucodonosor (Dn 2:17-19); por la oración de Jonás fue librado del gran pez (Jon 2:1-10); la iglesia en Jerusalén recibió poder para predicar en el nombre de Jesús cuando hubieron orado (Hch 4:23-31); Dorcas fue resucitada después de que Pedro orara (Hch 9:40); el mismo Pedro fue liberado de la prisión en respuesta a las oraciones de la iglesia (Hch 12:1-19); y lo mismo ocurrió a Pablo y Silas cuando estaban orando en su prisión en Filipos (Hch 16:25-34)... Estos son sólo algunos ejemplos de cómo Dios intervino en respuesta a la oración de su pueblo, a los que podríamos añadir infinidad más de los aportados por la experiencia de miles de cristianos a lo largo de todos los siglos. Todo ello confirma la importancia de la oración en la vida de los creyentes y la fidelidad de Dios a su Palabra, al mismo tiempo que ofrece un importante estímulo para que los creyentes oren. Es posible que sus oraciones sean pobres e imperfectas, pero no son ofrecidas en vano. Dios siempre nos escucha de acuerdo a su gracia y amor.
3. "Para que el Padre sea glorificado en el Hijo"
Ya se nos ha dicho que para recibir debemos pedir (Mt 7:7), pero que debemos hacerlo en el "nombre" de Cristo, lo que implica que nuestras peticiones deben ser coherentes con su propio carácter. Y ahora se añade un tercer factor determinante para que nuestras oraciones sean contestadas afirmativamente: "para que el Padre sea glorificado en el Hijo".
Por supuesto, cuando oramos en el nombre de Cristo, el Padre es glorificado en este hecho, porque esto implica que su nombre es reconocido, y esto es algo que produce una profunda satisfacción en el Padre. Pero aún lo será más si aquello que pedimos sirve para manifestar el carácter del Padre y del Hijo. Si lo que deseamos es que Dios sea glorificado, necesariamente tendremos que excluir de nuestras peticiones todo aquello que surge del "yo" caído.
Lo que debemos buscar al orar no es nuestra propia gratificación, o conseguir cosas para nosotros mismos, para nuestra propia satisfacción, sino para que "el Padre sea glorificado".
En realidad, esto se corresponde con lo primero que el Señor les dijo a sus discípulos cuando les enseñaba a orar: "Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre" (Mt 6:9).
El anhelo por parte del creyente de que la gloria de Dios sea manifestada a través de aquellas cosas que pide en oración, garantizan que será contestada.
En este punto debemos preguntarnos por qué no recibimos muchas de las cosas que pedimos. Y tal como estamos viendo, el único factor incierto se encuentra en el que ora, no en Cristo. Son las cosas que pedimos y las motivaciones por las que las que lo hacemos lo que impide que Dios nos conteste como deseamos. La triste realidad es que muchas de nuestras oraciones son puramente egoístas.

"Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré"

(Jn 14:14) "Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré."
Si nos fijamos bien, rápidamente nos damos cuenta de que este versículo no es una repetición del anterior. Antes se nos dijo que el Padre haría todo aquello que los creyentes pidieran en el nombre de Cristo, pero ahora se nos dice que Cristo mismo lo hará. Con esto, una vez más en este evangelio, el Hijo vuelve a colocarse al mismo nivel que el Padre y manifiesta la unidad de voluntades existente entre ambos.
En todo caso, ambas verdades sirven para recalcar la absoluta certeza de la promesa divina. Nadie debería dudar de la eficacia de la oración.

Pedir o decretar

En este pasaje hemos considerado la exhortación que el Señor Jesucristo nos hace para que pidamos al Padre en su nombre, sin embargo, en nuestros días, de la mano del llamado evangelio de la prosperidad, se han introducido en el cristianismo otras fórmulas diferentes de "orar". Hoy es frecuente escuchar a personas que oran usando términos como "yo declaro..." o "yo decreto...". Muchos pastores exhortan a sus multitudinarias congregaciones a que pidan con frases como estas: "Piensa en positivo y lo recibirás", "piensa que eres rico y lo serás", "declara sanidad y serás sano", "decreta bendición sobre tu vida y la de tu familia, y la obtendrás", "declara que viene bendición financiera y las deudas se irán", "decreta que Satanás no está aquí y huirá de ti"... Y, por supuesto, no faltarán aquellas exhortaciones de este tipo que van relacionadas con el dinero: "yo declaro que todo el que ofrende para este ministerio recibirá un milagro"...
A diferencia de toda esta palabrería hueca, encontramos el ejemplo del Señor Jesucristo. Él, siendo el mismo Hijo de Dios, acudía a su padre con humildad, buscando ante todo la íntima comunión de vida y amor con él. Cuando consideramos su ejemplo, nunca escuchamos exhortaciones a declarar o decretar, sino a pedir con humildad. Porque no lo olvidemos, es sólo cuando nos dirigimos a Dios con humildad y sencillez cuando logramos entender su voluntad.
En cambio, cuando decretamos ciertas cosas, en realidad nos estamos colocando al mismo nivel que Dios. No olvidemos que un "decreto", según el diccionario, es una declaración u orden que una persona con autoridad da a alguien que tiene menos autoridad, y por supuesto, debe ser obedecida. En resumen, un decreto es un mandamiento dado por alguien con autoridad. Por supuesto, Dios tiene toda la autoridad para decretar lo que considere necesario, pero ¿quiénes somos nosotros para estar decretando cosas todo el día?
Si realmente creemos que podemos decretar cosas que van a ser hechas, ¿para qué necesitamos a Dios? ¿Qué necesidad tenemos de acercarnos a Dios en oración? Debemos darnos cuenta de que esta forma de actuar apartan al hombre de Dios. Fijémonos bien en el error. Ellos hablan a las situaciones en lugar de a Dios. Se dirigen a las situaciones por las que atraviesan, a sus preocupaciones y enfermedades; también dan órdenes directas a los demonios y espíritus malignos... Si usted lo observa bien, los pastores que practican estas cosas han abandonado la oración al Padre y lo han sustituido por estas otras fórmulas de su invención.
Pero, ¿realmente hay algún poder en nuestras propias palabras? Los que siguen esta forma de pensar afirman que sí que lo hay, y recurren a un versículo de Proverbios para probarlo: "La muerte y la vida están en poder de la lengua" (Pr 18:21). Siguiendo una interpretación que nada tiene que ver con el contexto, afirman que las cosas que decimos determinan lo que ocurre. Por ejemplo, si una persona dice: "siento que me voy a enfermar", la persona se enfermará porque lo declaró con su boca. En ese caso, lo que debe hacer es cancelarla lo antes posible con una declaración contraria: "declaro que ya no tengo nada".
Recordemos lo que la Biblia nos advierte acerca de esta forma de hablar tan presuntuosa:
(Stg 4:13-16) "¡Vamos ahora! los que decís: Hoy y mañana iremos a tal ciudad, y estaremos allá un año, y traficaremos, y ganaremos; cuando no sabéis lo que será mañana. Porque ¿qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece. En lugar de lo cual deberíais decir: Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello. Pero ahora os jactáis en vuestras soberbias. Toda jactancia semejante es mala."
Esta forma de actuar no sólo confiere a las palabras humanas un poder que realmente no tienen, sino que en muchas ocasiones, lejos de ser oraciones a Dios, parece que la persona está hablando directamente a los problemas, las situaciones o las enfermedades.
Por otro lado, esta terminología puede ser interpretada también como una lucha o guerra contra Dios, como si quisieran exigirle u obligarle a que haga lo que ellos decretan.
Un conocido pastor que promueve este tipo de "oración" afirma que "nuestras palabras tienen poder creativo, y cuando declaramos algo, ya sea bueno o malo, damos vida a lo que estamos diciendo". Por esa razón exhorta a las personas para que cada día al levantarse declaren victoria, salud, favor, abundancia... Anima a los creyentes a colocarse delante del espejo y decir: "Buenos días, guapa. Buenos días, bendito, próspero, exitoso, fuerte, talentoso, creativo, confiado, seguro, disciplinado, enfocado y muy favorecido hijo del Dios Altísimo". Y haciendo esto, las cosas ocurrirán. Por supuesto, si usted es un lector habitual de la Biblia, se preguntará de dónde saca tales ideas este pretendido pastor. No importa cuántas personas las crean; sencillamente no son bíblicas, y por lo tanto, no son verdad. Cualquier persona que las siga, tarde o temprano se sentirá defraudado y confundido.
A lo largo de toda la Biblia no encontramos que los profetas o los apóstoles del Señor usaran este tipo de fórmulas en sus oraciones. Los decretos sólo los dicta Dios, nunca el hombre. Él es el que tiene el poder y la autoridad para dar órdenes. Quienes piensan y enseñan que los hombres tienen también ese poder, se equivocan e intentan usurpar un lugar que sólo le corresponde a Dios. Cuando escuchamos a ciertos predicadores decir: "yo declaro cielos abiertos y la bendición vendrá en abundancia", en realidad está hablando como si se creyera un dios. Y en este sentido, no debemos olvidar la tentación de Satanás a Eva en el huerto del Edén: "seréis como Dios" (Gn 3:5). Pero ya sabemos que eso fue una gran mentira.
Pensemos, por ejemplo, en el apóstol Pablo. En (2 Co 12:7) nos dice que sufría de un aguijón en su carne, un mensajero de Satanás que le abofeteaba, pero no encontramos en ninguna parte que él orara decretando sanidad o que desapareciera el aguijón. Por el contrario aceptaba que el Señor pudiera tener otros planes en su vida y acataba su voluntad.
Esta actitud de Pablo sería considerada por algunos como la actitud de un fracasado. Quienes oran decretando o declarando cosas, piensan que aquellas oraciones en las que le decimos a Dios que se "haga su voluntad", son consideradas como oraciones cobardes, carentes de fe y conformistas. No obstante, esta es la forma en la que el Señor nos enseñó a orar: "Vosotros, pues, oraréis así: ... Hágase tu voluntad" (Mt 6:9-10). Y también la forma en la que él mismo oró cuando estaba en el huerto del Getsemaní: "Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22:42).
Según lo que hemos considerado a lo largo de este estudio, la actitud cristiana correcta es aquella que depende totalmente de Dios en humildad, aceptando y conformándose a la voluntad divina.
Aunque lo nieguen, aquellos que declaran y decretan las cosas que quieren que ocurran, usan a Dios como un sirviente que debe hacer sin discusión lo que ellos han decidido. Si decretan sanidad para alguien, como ellos no tienen el poder de sanarlo, parecen querer obligar a Dios a que él lo sane. Pero no lo olvidemos; nosotros somos los siervos de Dios y debemos obedecerle a él. No buscamos imponer nuestra voluntad a Dios, sino negarnos a nosotros mismos para rendirnos a la suya; cambiar nuestros sueños por los suyos.
Al fin y al cabo, cuando un cristiano habla de esa manera resulta realmente absurdo. Alguien puede decir: "Yo declaro que la muerte no me toca". ¿Creemos que por esa razón ya nunca morirá? Además, finalmente Dios hará lo que él crea más oportuno, no lo que nosotros "le mandemos".
Lo más escandaloso de este tipo de actitudes es que presenta un tipo de cristianismo basado en el hombre, donde Dios queda desplazado al nivel de un sirviente poderoso que atenderá a todos nuestros caprichos. En este tipo de mensaje no hay exhortaciones al arrepentimiento, a huir del pecado, a la reconciliación con Dios... todo se reduce a lo que nosotros esperamos de Dios sin ningún tipo de condición.
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