Estudio bíblico: El fin de todo el discurso - Eclesiastés 10:1-12:14

Serie:   Eclesiastés   

Autor: Ernestro Trenchard
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Reino Unido
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El fin de todo el discurso (Ec 10:1-12:14)

Contrastes entre procederes sabios y necios (Ec 10:1-20)

Estilo y presentación. Estamos ya familiarizados con el punto de vista del Predicador, y su manera de mezclar el resultado de sus propias observaciones con la reiteración de máximas ya conocidas y usadas, de modo que no nos ha de extrañar el "pot pourri" de contrastes que encontramos en este capítulo, recordando también que el marco político es el de la monarquía absoluta.
La mosca muerta (Ec 10:1-3). Es imposible mejorar el valor gráfico de la primera ilustración del Predicador, que nos enseña que pequeñas dosis de necedad pueden estropear el valor de asuntos por otra parte provechosos y agradables. El perfumista ha derrochado todo su saber, acumulando materiales preciosos que su arte necesitaba, con el fin de presentar un ungüento digno como obsequio a príncipes. Sin embargo, se ha descuidado el proceso en algún momento, y se han metido moscas en el perfume, que allí mueren en tan dulce sepultura. Se abre el vaso en el momento crítico, pero en lugar de un buen olor, su obra maestra despide hedor: todo se ha estropeado por algo aparentemente tan insignificante. Todo es importante —nos viene a enseñar el Predicador— pues meses de buenos trabajos pueden inutilizarse por el descuido de unos minutos: un paréntesis de necedad en medio de obras y palabras sabias.
El agudo observador se ha fijado en muchas personas, y llega a la conclusión de que la presencia y los ademanes de un necio se delatan aun por su manera de caminar por una calle o senda. Es mejor aprender en la escuela de la sabiduría, y el que cuida lo poco sabrá manejar lo mucho.
Reyes y siervos (Ec 10:4-7). Nadie podía cambiar el sistema autocrático de aquellos tiempos: por eso, el hombre prudente, sea por ciertas causas justificadas o no, al darse cuenta de que había ofendido al monarca, se mantendría con constancia y sabiduría en su lugar, valiéndose de la deferencia y paciencia hasta pasarse la crisis. El mismo sistema autocrático hacía posible que la necedad brotara precisamente del corazón del rey, con consecuencias desastrosas para su reino. A veces los ya referidos vaivenes de la vida cambian el orden natural de las cosas, permitiendo que esclavos vayan montados en caballo y forzando a príncipes a ir caminando. Tales efectos surgirían sobre todo por la falta de un gobierno fuerte y sabio.
Causas y efectos (Ec 10:8-11). Se esconde mucha sabiduría práctica detrás de las varias máximas de estos versículos. Según una norma evangélica de gran importancia, "el que busca halla". Sin embargo, hallamos aquí el reverso de la medalla, pues también es verdad que el que persigue fines egoístas por medios ilícitos, se verá envuelto en los resultados de sus propios manejos. Los cuatro ejemplos de los versículos 8 y 9 son variantes de la conocida advertencia: "El que hiciere hoyo, caerá en él". Los versículos 10 y 11 nos exhortan a prevenir y preparar las cosas de antemano, pues el que no afila su hacha tendrá que trabajar mucho, y el que se acerca a la serpiente antes de que esté encantada recibirá la mordedura —quizá fatal— a causa de su precipitación.
La necedad multiplica palabras (Ec 10:12-15). He aquí uno de los reiterados temas del Libro de Proverbios: la locura de abrir la boca para soltar multitud de palabras sin sentido. Todo se resume en el versículo 12: "Las palabras de la boca del sabio son llenas de gracia, mas los labios del necio causan su propia ruina".
Es interesante comparar el versículo 15 con (He 11:10,16). Los peregrinos de la fe, que hallan honrada mención en Hebreos, siempre tenían delante una meta, pese a ser peregrinos: una ciudad, que tipifica una sociedad ordenada, y en el caso de ellos, aquella de la cual Dios mismo es Arquitecto y Hacedor. Los hombres saben que no deben vivir solos, y que les hace falta una "ciudad" que garantice protección, ayuda mutua, un ambiente donde se cría "la mentalidad urbana" que permite la civilización. Pero el necio que desconoce el temor del Señor ha de depender de los impulsos variables de hombres egoístas, que tantas veces se han analizado en este libro, y el resultado se resume en palabras trágicas y tristes (Ec 10:15): "El trabajo de los necios los fatiga; porque no saben por dónde ir a la ciudad", ¡Pobres hombres desvariados que desconocen a Cristo, como único Camino que nos lleva al Padre y a su eterna ciudad! El "temor de Jehová" habría podido orientar al viajero, aún bajo el régimen anterior, pero siendo "necio" no quiso seguir aquella senda.
La autoridad legítima es una bendición (Ec 10:16-20). A quien conoce las Escrituras aceptando su penetrante diagnóstico del estado del hombre caído, empeñado éste en enaltecer su "yo" y hacer prevalecer sus deseos y opiniones, no le extrañaran las "protestas" que surgen en nuestros días, cobrando mayor violencia precisamente donde una civilización desarrollada ha hecho "lo posible" por mejorar las condiciones de la vida humana sobre la tierra. Un estudio de la historia, con el examen de las condiciones sociales de los hombres, suple abundante material que prueba que el hombre, aparte de la gracia de Dios, no puede salirse de la órbita de sus impulsos egoístas. La teoría anarquista de que los males proceden de los gobiernos, y que desaparecerían si cada individuo fuese "libre para realizarse", viene a ser una verdadera locura, sin base alguna en la experiencia humana. Sin duda ha habido algunos idealistas en el mundo, pero todos han muerto desilusionados, porque el material humano no se presta a la práctica de las normas del amor. Para ello hace falta ser regenerado. Lejos de quejarse de la autoridad civil, el creyente debiera pedir a Dios que sea fuerte y eficiente, dentro del sistema político que sea. El orden público puede parecernos un "bien" de nivel algo bajo y limitado, pero si aceptamos el diagnóstico de la Biblia sobre la condición humana, daremos gracias a Dios por este bien mínimo, pero fundamental, que sólo permite que nuestras vidas se desarrollen normalmente dentro de la sociedad.
Varias exhortaciones cierran el capítulo, entre las que se destaca el peligro de la pereza y el de hablar mal de los fuertes, pues parece como si las aves que vuelan llevan el mensaje de los poderosos. Se nota de nuevo las posibilidades del dinero y de la "buena vida", pero siempre dentro de los límites que ya hemos visto, y que se habrán de recalcar con gran solemnidad hacia el fin del libro.

La buena siembra asegura una hermosa siega (Ec 11:1-8)

La necesidad de aventurarse tomando los riesgos necesarios (Ec 11:1-8). Desde cierto ángulo el Predicador ha visto que la vida se desarrolla caóticamente, y que sólo Dios sabrá a la larga lo que vale y lo que no vale, bien que las obras de los justos se hallan en sus manos. Sin embargo, sus observaciones no le llevan a un fatalismo que inhibe la acción eficaz de hombres y mujeres hechos a semejanza de Dios. Ya hemos visto que el hombre que no trabaja con afán impide el desarrollo de su personalidad, y en los versículos que tenemos delante el Predicador insiste en lo mismo en cuanto a tomar iniciativas que entrañan sus riesgos; si no las emprendemos, la vida quedará estática y las energías humanas se atrofiarán. ¿Qué quiere decir: "Echa tu pan sobre las aguas, porque después de muchos días lo hallarás" (Ec 11:1)? Al que escribe le parece que la figura se saca de la agricultura del Valle del Nilo, o de los terrenos fluviales de Mesopotamia, donde es preciso echar la semilla (que podría ser "pan" si se comiera) en el lodo o en el agua, como un acto de fe, creyendo que la cosecha ha de aparecer después de muchos días. Pensemos en la siembra de arroz en el delta del río Ebro, por ejemplo. Algunos escriturarios creen que la figura se basa en el comercio marítimo de Fenicia, ya que buenos cargamentos habían de lanzarse en "las naves de Tarsis", sabiendo que estos barcos podrían perderse. Con todo, un buen número volverían con bienes multiplicados. Sin embargo, los israelitas no miraban mucho al mar, y es más apropiada la figura agrícola, que se enlaza con las demás de este pasaje. "Reparte a siete, y aún a ocho..." parece animar al dueño a proveer a sus siervos de todo lo necesario para ellos, y para la tarea que les había sido encomendada, pues hay que aprovechar la ocasión que se presenta hoy, ya que nada sabemos de las condiciones de mañana. Es mejor enlazar este pensamiento con el del versículo 4, que nos previene contra la excesiva prudencia, pues si estamos siempre tan pendientes del boletín meteorológico, con tanto miedo del viento que podrá soplar, nunca llegaremos ni a sembrar ni a segar.
Dentro de estas iniciativas sanas y necesarias se dan "los tiempos" que nadie puede evitar, y hemos de aceptar el hecho de que las nubes podrán reventar para bien o para mal, y que el árbol caerá, y allí quedará tal como ha caído. Son dos vertientes de la vida, pero "lo pasivo" no ha de anular "lo activo". Las obras de Dios en su providencia son tan misteriosas como las fuerzas vitales y perfectamente coordinadas que organizan los millares de funciones de la criatura que ha de nacer de la célula fertilizada de una mujer embarazada. Por lo tanto el hombre ha de andar en humildad y fe, sin dejar de esforzarse en la labor que Dios le coloca delante (Ec 11:5).
El versículo 6 vuelve a enfatizar la seguridad de una buena siega si en primer término es buena la siembra, recordándonos la parábola del Sembrador: "Por la mañana siembra tu semilla, y a la tarde no dejes reposar tu mano; porque no sabes cuál ha de prosperar, si ésta o aquélla, o si ambas dos serán igualmente buenas" (Nótese traducción). No se nos promete que toda la semilla sembrada ha de germinar y llevar fruto, pero sí nos garantiza que la buena siempre será prosperada o en parte o en su totalidad. "Un sembrador salió a sembrar..." ¡que muchos fieles, valientes y peritos sembradores le sigan, sin mirar con miedo a los vientos!

Todas las cosas bajo el juicio de Dios (Ec 11:9-12:8)

Los días de la juventud (Ec 11:9-12:1). Un joven sano se encuentra lleno de energías, y puede hallar legítima satisfacción en la vida que parece brotar con fuerza y plenitud de lo más profundo de su ser. Durante esta época le es bastante difícil comprender que todo es "vanidad", pues se les abren delante amplios horizontes, y no ve por qué muchas de sus esperanzas y aspiraciones no hayan de llegar a su debida culminación. El consejo del sabio toma en cuenta que esto es obra de Dios, y anima al joven a alegrarse en su adolescencia y en la feliz "novedad" de la vida. De paso, sin embargo, podemos notar que jóvenes no son siempre felices, y que necesitan nuestra ayuda a causa de las inquietudes y temores que disfrazan a menudo bajo una apariencia de valor, o aún de desafío. El tema del Predicador, sin embargo, es el del disfrute de las posibilidades de la juventud, que él sitúa dentro del marco de sus meditaciones, recordando al joven que, pese a lo legítimo del gozo en los dones de Dios, es un ser responsable desde el principio de su vida y ha de saber que "sobre todas estas cosas te juzgará Dios" (Ec 11:9). No se trata de una amenaza, sino de subrayar el principio de responsabilidad moral, que se aplica al joven igual que al hombre de edad madura. Por desgracia, la alegría de la juventud durará poco, y el joven ha de evitar el enojo (emociones fuertes) y el mal que tan pronto puede apoderarse de nuestro ser, aprendiendo la verdadera sabiduría a tiempo.
El recuerdo del Creador (Ec 12:1). Este versículo se enlaza con el precedente pues el joven sabio no sólo se acordará de que todas sus obras habrán de ser examinadas y juzgadas, sino de que vive en la presencia de su Creador. Estamos de nuevo con el tema del temor de Jehová, que hemos definido como "vivir en la presencia de Dios", sabiendo que todo cuanto deseamos, pensamos, hablamos y efectuamos se realiza a la luz de la Eternidad.

El avance de la muerte (Ec 12:2-8)

El remate de un tema muy repetido. Una y otra vez el Predicador nos ha recordado que aun si un hombre —por sus riquezas, por su sabiduría, por la buena suerte del tenor general de su vida— creyera que había vencido en buena parte la vanidad —o frustración— de la vida, siempre quedaría el hecho de que no tiene poder sobre su espíritu, y que por fin tendrá que dejar todo su tesoro terreno cuando Dios señale el momento. Recoge este tema de la "última vanidad" al final de su libro, tratándola de una forma altamente poética. Los orientales solían adornar su retórica por medio de colores que parecen quizá demasiado subidos por el gusto del hombre occidental; y no podemos entender toda esta descripción del fin de la vida humana sobre la tierra. En parte parece que el sabio está pensando en una casa que representa la vejez, que se va envolviendo en las tinieblas de una tormenta (Ec 12:1). "Los guardas" que tiemblan serán las manos, y los "hombres fuertes" las piernas. "Las que muelen", y ya se escasean, serán los dientes y muelas, y el mirar por las ventanas representará la vista que falla (Ec 12:3). Quizá el versículo 4 tiene referencia a la voz que ha perdido su resonancia masculina, bien que las frases del original no son claras. Se ha perdido el valor de los años fuertes, y las canas son como flor de almendro. Algo tan ligero como la langosta podrá ser una carga, y las ganas de comer, de ejercitarse o de gozarse en los bienes de la vida se van menguando (Ec 12:5). La pobre "casa" de este cuerpo pronto será deshabitada, pero el hombre "va a su casa eterna", que es una frase notable tratándose de un libro con el enfoque terreno que hemos notado.
La separación final (Ec 12:6-8). Partirse "el cordón de plata", quebrarse "el tazón de oro" y romperse "el cántaro junto a la fuente", son todas figuras finas que señalan la desaparición del espíritu del cuerpo y la disolución de éste. El polvo vuelve al polvo de donde fue tomado, pero el espíritu se vuelve al Dios que lo dio (Ec 12:7). No hemos de buscar soluciones últimas en cuanto a la vida venidera de este libro, pues ya hemos subrayado muchas veces que no es su esfera de revelación. Con todo, se destaca claramente la naturaleza espiritual del hombre, pese a vivir en su casa de barro, y la relación estrecha entre el espíritu del hombre y el Creador de los espíritus de todos los hombres. Y todo se pone de realce con el fin de subrayar la responsabilidad moral del hombre frente a su Dios, en cuanto a todo el suceder de su vida humana.

El epilogo (Ec 12:9-14)

¿Quién escribe el Epílogo? Esta sección podría ser la obra de algún discípulo —o copiador— del Predicador, que resume el sentido de su vida y de su obra, ya que pasa al uso de la tercera persona: compárese (Ec 12:9) con la primera persona de (Ec 1:12,16) (Ec 2:1). Con todo, no sería imposible que el mismo Predicador adoptara esta forma impersonal al dar fin a su obra, como forma literaria.
La recopilación de proverbios (Ec 12:9-10). El libro de Eclesiastés es una muestra destacada de la obra general del Predicador, quien enseñaba al pueblo por medio de los recursos de la "sabiduría", clasificando los proverbios con mucho cuidado, y buscando las mejores formas de expresión. Ya vimos que la época salomónica es la del florecimiento literario del género sapiencial en Israel (véase Introducción). Pese a las dificultades de interpretación de este Libro, se afirma que el Predicador escribió "rectamente, palabras de verdad".
La naturaleza de palabras sabias (Ec 12:11). Comprendemos bien ya que "los sabios" mencionados en este versículo son los miembros de aquel "gremio" de hombres que dedicaban su vida a recopilar lo más valioso que habían hallado de la sabiduría de los antiguos, ayudados, en cuanto a los libros canónicos de la Biblia, por el Espíritu de Verdad, y siendo reconocidos como instrumentos para transmitir la Palabra inspirada al pueblo, igual que los profetas en otra esfera. Así llegaron a ser "maestros de las congregaciones", actuando bajo la guía de un solo Pastor, y a éste hemos de identificar con Dios mismo, obrando por su Espíritu Santo. Es notable la designación de "Pastor" en este contexto, sin más explicación de la figura, pero sin duda señala la convicción del autor de que "las ovejas del pueblo" sólo podían ser guiadas y guardadas en su redil mediante la enseñanza de la sabiduría, que corrige la anarquía propia de estos animales, que suelen ir cada cual por su camino.
Estas palabras rectas se comparan a "aguijones" y a "clavos hincados". El aguijón sirve para espolear al buey, llevándole a abrir surcos rectos en el campo, y así las palabras de verdad animan al hombre fiel a "estar en la mano de Dios", siendo ayudado a llevar a cabo trabajos fructíferos aun en medio de la confusión "debajo del sol" que el Predicador ha observado tantas veces. "Clavos hincados" son precisos para dar solidez a una construcción, y solo la fuerza de la sabiduría divina puede cambiar la flaqueza humana en algo que perdure para la honra y gloria de Dios.
La conclusión de todo el asunto (Ec 12:12-14). El Predicador ha enfatizado el valor de las verdaderas palabras de sabiduría, que proceden en último término del único Pastor. Sin embargo, no cree que el enigma de la vida humana ha de solucionarse por una mera multiplicación de palabras, y quizá la traducción correcta de la primera cláusula del versículo 12 es la siguiente: "Hijo mío, sé advertido en contra de lo que pasa más allá de éstas (palabras verídicas)". Aún en aquellos días no había fin a la redacción de libros (rollos), pero el mucho estudio podía resultar sólo en la fatiga de la carne. ¡Qué diría el Predicador frente a la fantástica multiplicación de libros en nuestros días!
Buenos estudios tenían su valor, pero, "debajo del sol", y rodeado por el misterio del mal (y de la obra providencial de Dios a pesar del mal) el hombre había de adoptar como norma: "Teme a Dios y guarda sus mandamientos: porque este es la suma del deber humano" (Vers. Mod.). Ya hemos comentado este resumen en la Introducción, haciendo ver que la fórmula escueta encierra mucho más de lo que podríamos pensar a primera vista. "Temer a Dios" es vivir en su presencia, sometiéndole toda nuestra actividad intelectual y espiritual, de modo que abarca lo que el Nuevo Testamento caracteriza como "fe", "obediencia", "sumisión", "guía", etcétera. Los mandamientos de Dios han de entenderse como la expresión total de su voluntad, abarcando los dos fundamentales que exigen el amor rendido a Dios y el amor eficaz frente al prójimo. Este "temer" y "obedecer" se relaciona con el hecho de que Dios es el Árbitro supremo y único de toda cuestión moral (Ec 12:14), de modo que el resumen, aceptado y puesto por obra según los principios vitales e internos de las Escrituras, echaba luz brillante —la luz de la única sabiduría— sobre la senda del hombre fiel que anduviera por las intrincadas sendas de la jungla de este mundo que el Predicador ha venido examinando. No se trata aquí de que un hombre procura justificarse ante Dios por medio de obras legales, sino de la actitud sumisa que adopte delante de su Creador y Juez. En el fondo se halla el Plan de Redención y en medio la Cruz —entonces, y siempre— de modo que el temor de Jehová "constituye la piedra de toque" y el deseo de obedecerle que pone a prueba la realidad de la fe, que, a su vez, permite el abundante fluir de la gracia de Dios.
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